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535. La guerra es un componente inherente a la naturaleza humana

Sigmund Freud, al reflexionar sobre la guerra, afirmó que los hombres cometen actos de crueldad, malicia, traición y brutalidad que parecerían incompatibles con su nivel cultural. De esta manera, se plantea la existencia de un más allá del principio del placer, es decir, una pulsión que desafía la noción de que el principio del placer gobierna nuestras vidas y determina nuestras acciones. Esto sugiere que la evitación del displacer, que solía guiar el funcionamiento psíquico, se ve contrarrestada por una fuerza mucho más determinante (Dessal, 2023). Este impulso se denomina «pulsión de muerte», y la guerra se manifiesta como una de sus expresiones más extremas.

El dilema que enfrenta la humanidad es que la guerra forma parte intrínseca de la dinámica de la civilización. «No es un accidente, un desorden de la naturaleza humana, sino un ingrediente inevitable de esa naturaleza» (Dessal, 2023). El individuo experimenta satisfacción al cometer actos de violencia, destrucción y barbarie, es decir, halla placer (léase goce) en hacer el mal. Como expresó Freud en «El malestar en la cultura» (1930), «El hombre no quiere renunciar a la satisfacción de sus necesidades agresivas. Solo le importa la propia satisfacción, y no siente ningún respeto por el prójimo. Si no fuera por la compulsión que lo obliga a respetar la cultura, preferiría comportarse como un salvaje». En consecuencia, «las palabras del amor coexisten con las del odio, y el odio no se conforma con la muerte del enemigo, sino que exige su completa supresión simbólica» (Dessal).

Este impulso mortífero en el ser humano se manifiesta constantemente en sus relaciones con sus semejantes. Según Freud (1930), «el ser humano no es un ser manso, amable, a lo sumo capaz de defenderse si lo atacan, sino que es lícito atribuir a su dotación pulsional una buena cuota de agresividad. En consecuencia, el prójimo no es solamente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión, explotar su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su consentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infligirle dolores, martirizarlo y asesinarlo». La civilización se ha creado con la intención de establecer límites a estos impulsos agresivos; ella es el resultado de la renuncia a satisfacer las pulsiones de muerte y destrucción. Sin embargo, «tal renuncia no es más que un semblante que puede ser barrido en una fracción de segundo» (Dessal, 2023). Aparentemente, el progreso es una ilusión sin futuro.


527. ¿Por qué el chiste es una formación del inconsciente?

El texto de Freud (1905) «El Chiste y su relación con el Inconsciente» examina cómo los chistes y el humor son una manifestación del inconsciente, ya que los chistes permiten que los deseos y pensamientos reprimidos surjan de manera disfrazada, permitiendo al individuo satisfacer sus impulsos inconscientes, fundamentalmente los sexuales y agresivos, de una forma socialmente aceptable.

El Witz (el chiste) se refiere sobre todo a las ocurrencias que decimos intempestivamente y nos hacen reír, o cuando hacemos «charlas» con los amigos. Contando chistes o haciendo charlas podemos hablar de temas indecorosos, pecaminosos, indebidos, es decir, reprimidos, ya sean de carácter sexual o agresivo. Se trata de juegos de palabras que pueden producir un doble sentido. Dice Freud (1905) en su texto: “advertimos de pronto que estamos frente a formas de «doble sentido» o de «juegos de palabras» desde hace mucho tiempo conocidas y apreciadas universalmente como técnica del chiste” (p. 36).

Según el psicoanálisis, nos reímos con los chistes porque nos permiten liberar tensiones y emociones reprimidas de una manera segura y socialmente aceptable. Los chistes a menudo contienen elementos de humor relacionados con temas que de otro modo podrían ser considerados tabú o inapropiados, como el sexo, la muerte, la violencia o la vergüenza. La risa es una forma de liberar la energía psíquica que se ha acumulado en nuestra mente, y que se expresa a través del acto placentero de reír. Así pues, Freud (1905) indica que “tanto para establecer como para conservar una inhibición psíquica (léase represión) se precisa de un «gasto psíquico» (…) esa ganancia de placer (que produce el chiste) corresponde al gasto psíquico ahorrado” (p. 114).

Entonces, el secreto en el efecto placentero del chiste es el ahorro en gasto de sofocación (represión) de los impulsos hostiles y sexuales que habitan la psique humana. Lo que gastamos en represión de esos impulsos, se libera en la risa que produce el juego de palabras, juego que burla la censura psíquica. “La risa nace cuando un monto de energía psíquica antes empleado en la investidura de cierto camino psíquico ha devenido inaplicable, de suerte que puede experimentar una libre descarga” (Freud, 1905, p 140).

Así pues, nos reímos con los chistes porque nos permiten liberar la energía psíquica acumulada; el humor y los chistes son una manifestación de los deseos y conflictos inconscientes del ser humano, y cómo pueden ser utilizados como una forma de liberación y resistencia social. Ahora bien, advierte Freud (1905): “El trabajo del chiste no está a disposición de todos, y en generosa medida sólo de poquísimas personas, de las cuales se dice, singularizándolas, que tienen gracia (Witz). «Gracia» aparece aquí como una particular capacidad, acaso dentro de la línea de las viejas «facultades del alma», y ella parece darse con bastante independencia de las otras: inteligencia, fantasía, memoria, etc. Por lo tanto, en las cabezas graciosas hemos de presuponer particulares disposiciones o condiciones psíquicas que permitan o favorezcan el trabajo del chiste” (p. 134). Al parecer, no todo el mundo posee un sentido del humor.

Concluyendo, el chiste es una forma de expresar deseos reprimidos, es decir, que contando chistes yo puedo hablar de temas sexuales y agresivos burlando la censura psíquica que recae regularmente sobre ellos. Al hacer un chiste, estamos revelando algo que no podríamos expresar de otra manera, y que está relacionado con nuestros impulsos más profundos y reprimidos, ya que dichos impulsos y deseos inconscientes son difíciles de expresar directamente en la vida diaria. A través del humor, podemos expresar estos pensamientos y emociones de manera disfrazada y menos amenazante para nuestra conciencia.


513. El sentido del humor es signo de una buena “salud mental”

Aunque desde el psicoanálisis se plantean serias dudas sobre la posibilidad de que el sujeto alcance un estado de ‘salud mental’ completo, en la medida en que “cada uno tiene su vena de loco” (Miller, 2013, párr. 3), existe una manera de defenderse de las adversidades que trae la existencia, es decir, de ser menos chiflado, “un intento desesperado de nuestro psiquismo por evitar el displacer” (Ríos Madrid, 2006, párr. 1).

Siempre he pensado que el sentido del humor es un signo de buena ‘salud mental’, sobre todo si el sujeto también se ríe de sí mismo:

«El humor es un recurso para ganar el placer a pesar de los afectos penosos que lo estorban; se introduce en lugar de ese desarrollo de afecto, lo reemplaza. Su condición está dada frente a una situación en que de acuerdo con nuestros hábitos estamos tentados a desprender un afecto penoso, y he ahí que influyen sobre nosotros ciertos motivos para sofocar ese afecto in statu nascendi» (Freud como se citó en Ríos Madrid, 2006, párr. 13).

Así pues, gracias al sentido del humor –del cual dice Freud (como se citó en Ríos Madrid, 2006) es una operación psíquica “elevada” apreciable en los grandes pensadores–, el sujeto se defiende de afectos que le pueden causar algún tipo de displacer. Esta es la razón por la que “tras el placer del humor suelen encontrarse entre otros, sentimientos como desprecio, indignación, enojo, dolor y ternura” (Ríos Madrid, 2006, párr. 18).

El mecanismo que Freud descubre detrás de la comicidad de un sujeto es el desplazamiento de afectos asociados a una representación penosa, de tal manera que dicho afecto se asocia con otra cosa que resulta cómica, y que puede terminar contagiando a algún otro receptor, produciéndose así el efecto humorístico (Ríos Madrid, 2006). Lo interesante de este asunto es que, si el sujeto no recurre al humor para defenderse de un afecto que le causa displacer, lo que resulta de ello es una psiconeurosis, es decir, un penoso síntoma psíquico que resultaría mucho más molesto que hacer un chiste sobre la situación que perturba. Es por esta razón que “el humor puede concebirse como la más elevada de esas operaciones (psíquicas) defensivas” (Ríos Madrid, 2006, párr. 19), en la que aquello que venía a producirle displacer al sujeto, termina produciéndole placer.

Entonces, “el humor puede entenderse como una ‘operación defensiva’; con tal defensa busca el yo sustraerse de aquello que es sentido como peligroso o displacentero, provenga del interior o del exterior” (Ríos Madrid, 2006, párr. 22); es un recurso con el que cuentan los sujetos, con una chispa de inteligencia, para enfrentar las situaciones difíciles de la existencia.

«Con su defensa frente a la posibilidad de sufrir, ocupa un lugar dentro de la gran serie de aquellos métodos que la vida anímica de los seres humanos ha desplegado a fin de sustraerse de la compulsión del padecimiento, una serie que se inicia con la neurosis y culmina en el delirio, y en la que se incluyen la embriaguez, el abandono de sí, el éxtasis» (Freud como se citó en Ríos Madrid, 2006, párr. 40).

Así pues, el sentido del humor es una salida nada desdeñable frente al sufrimiento inherente a la vida humana (Ríos Madrid, 2006).

(Este artículo fue publicado originalmente en el Blog Fondo Editorial Universidad Católica Luis Amigó)


462. ¿La corrupción es inherente al ser humano?

Esta frase, dicha por uno de los hermanos Nule –“la corrupción es inherente al ser”–, envueltos ellos en uno de los más famosos casos de corrupción en Colombia, denominado el carrusel de la contratación, parece ser acertada. Igualmente, Julio César Turbay, expresidente de Colombia, decía de la corrupción que había que reducirla “a sus justas proporciones”, y Wiston Churchill, primer ministro del Reino Unido, también decía que “un mínimo de corrupción sirve de lubricante que beneficia el funcionamiento de la máquina de la democracia”. Así pues, la corrupción parece algo estructural, algo constitutivo del ser humano. ¿Por qué? ¿Por qué la corrupción pareciera hacer parte de la condición humana? Bueno, no solo la corrupción; también la envidia, el egoísmo, la mentira, la trampa, el engaño, etc. (H, 2011) La naturaleza humana es compleja, y en el fondo –esto lo sabe muy bien el psicoanálisis– todos llevamos adentro un demonio.

Se piensa que el ser humano busca su propio bienestar y el de los demás, pero el psicoanálisis verifica, una y otra vez, que lo malo no solo es lo perjudicial y dañino para un sujeto, sino también lo que anhela y lo que en muchas ocasiones le brinda placer. Se trata, por supuesto, de un extraño placer, de una satisfacción que está del lado de la maldad y no del lado del bienestar. Este es el descubrimiento más importante del psicoanálisis: que en todo sujeto hay un empuje, un gusto por el mal; es lo que el psicoanálisis denomina en su teoría como «pulsión de muerte».

Así pues, el demonio, personaje que en la cultura occidental ha encarnado al mal, es situado por el psicoanálisis en un lugar preciso: dentro de cada sujeto. Sólo hay que observar los noticieros de televisión para saber que hay un impulso diabólico en los seres humanos. De aquí la importancia de la ética, es decir, de la enseñanza de los valores éticos dentro de una sociedad, enseñanza nada fácil y llena de dificultades, ya que, de cierta manera, primero están esos impulsos demoníacos en el ser humano que sus valores éticos. ¿Por qué? Porque se trata de impulsos que responden a pasiones sin ningún tipo autocontrol en los seres humanos: su agresividad y sus impulsos sexuales (pulsiones). La ética la concibió Freud como una respuesta a ese impulso inherente que tienen los sujetos hacia el mal; él pensó a la ética como uno de los remedios, como una de las maneras de alcanzar lo que todo el resto del trabajo cultural no puede conseguir: el control de la inclinación de los seres humanos a hacer el mal, a agredirse unos a otros, etc. Él lo denominó «el ensayo terapéutico de la humanidad» contra esa fuerza maligna –léase pulsión de muerte– que lo habita.

Pero, y la corrupción, ¿a qué responde en el ser humano? Bassols (2014) la conecta con la culpa, partiendo de una historia contada por el humorista norteamericano Emo Philips: “Cuando era pequeño rezaba todas las noches para obtener una bicicleta nueva. Luego me di cuenta de que Dios no funciona así. Entonces robé una bicicleta y recé por su perdón”. El problema es que el sujeto contemporáneo, ese que habita hoy el discurso de la ciencia y el discurso capitalista, es «invitado» a satisfacerse con un sin número de objetos que el mercado le ofrece, es decir, es empujado a alcanzar un goce inmediato sin medir las consecuencias. Lo que pareciera no saber el sujeto es que gozar de un objeto –una bicicleta o cualquier otro objeto–, no lo absuelve de un pago, no lo deja impune –aquí es donde cabe la culpa–. Recuérdese que a eso que el psicoanálisis llama «goce» no es otra cosa que esa satisfacción que el sujeto alcanza cuando saca provecho de algún objeto, sea cual fuere éste: una bicicleta, el licor, el cigarrillo, la comida, el dinero, el semejante como objeto sexual, etc.; sacar provecho de un objeto es lo que Marx llamó «plusvalía», y lo que Lacan denominó, ya refiriéndose a la economía psíquica, como «plus de goce».

Así pues, «no hay goce impune. Tu deseo de bicicleta tiene un precio que no puedes negociar» (Bassols, 2014). Por eso si la robas, te sentirás culpable, solo que, si puedes rezar por el perdón, si puedes comprar el perdón, aquí encontramos el principio de toda corrupción (Bassols). Por eso las sociedades donde no se perdona todo, son menos corruptas, y allí donde se es más indulgente, la corrupción campea. Este es uno de los más graves problemas de nuestro país –y de muchos otros–, ese que la prensa denomina «crisis en la justicia penal»: si no se castiga adecuadamente al criminal, se exacerba la criminalidad. Hay que hacerle saber al corrupto que sus actos no tienen perdón, o que debe pagar por ellos. Una justicia efectiva, que sanciona al responsable de un mal de manera rápida y con un castigo que se corresponda con el mal causado, es fundamental si se desea reducir la corrupción y la delincuencia “a sus justas proporciones”, como diría Turbay. Si hay impunidad y/o perdón anticipado, esto lleva a la exacerbación de la corrupción y el delito: “ser pillo si paga” se dice ahora, parodiando una campaña dirigida a estimular la educación superior en estudiantes de bajos recursos.

¿Y por qué se viraliza la corrupción? Bassols (2014) responde: «la creencia en la reciprocidad del goce –si el otro lo hace, yo puedo hacerlo también–, la lógica del virus de la corrupción está asegurada, aún en el mejor de los mundos posibles». Si el otro saca provecho de un objeto, ¿por qué yo no podría también hacerlo? Parece tratarse de un fenómeno puramente especular (fase del espejo), como lo es la agresividad del sujeto; así pues, la agresividad –como la corrupción– es constitutiva de todas las relaciones que se dan entre el sujeto y sus semejantes. Esto se debe al modo de identificación narcisista del sujeto con su propia imagen, el cual, al percibir al otro más “completo” que él, esto desencadena en el sujeto una tensión agresiva con aquel, tensión que se manifiesta como rivalidad, celos, odio y ¡envidia!, envidia que lleva al sujeto a querer gozar del objeto del que el otro goza, «¡y yo no me puedo quedar atrás! O acaso Ud. no sabe quién soy yo?». El corrupto es un avivato, alguien que aprovecha la oportunidad para sacar algún provecho del otro, y cuando esto hace parte de la idiosincrasia de un país –como Colombia–, pues la corrupción campea. La viveza o malicia indígena se transmite en nuestra cultura como valor esencial desde la infancia, con su consigna “el vivo vive del bobo” y “no hay que dar papaya” (García Villegas, 2006); por eso se ve a la mayoría de los miembros de esta sociedad tratando de sacar ventaja, de sacar provecho del otro, más allá de cualquier ética ciudadana. Caso contrario a Japón, país donde un empresario es capaz de dejar de hacer un muy buen negocio si éste no favorece a la persona con la que está negociando; son otros los valores éticos que se trasmiten en esa sociedad, donde se piensa más en el otro que en el beneficio propio.

No sorprende, entonces, “que todos los historiadores que se han interesado en el fenómeno de la corrupción la conciben como un hecho ineliminable e inherente al ser humano, en todas las sociedades y culturas” (Bassols, 2014). La corrupción sería así “un fenómeno inextirpable porque respeta de modo riguroso la ley de reciprocidad” (Brioschi citado por Bassols). Según esta ley, ningún favor es desinteresado y siempre se podrá justificar el gozar de una prebenda ¡sin sentir culpa alguna! Si el otro lo hace –robar una bicicleta–, yo también puedo hacerlo, y sin sentirme culpable, ya que ¡todos lo hacen! Si el otro cobra una coima, o se pasa un semáforo en rojo, pues yo también lo hago, y si todos lo hacen, pues yo tampoco soy responsable, es decir, culpable. Y si además, el Otro –El Otro de la ley– perdona o no castiga debidamente… ¡apague y vámonos! O mejor preguntémonos, antes de robar la bicicleta: “¿por qué querrían ustedes entonces poseer esta bicicleta?” (Bassols).


456. Amor y fantasma: el fantasma fundamental es como un hueso.

El fantasma fundamental es una fantasía primordial con la que el sujeto resuelve o responde a su particular manera de hacerse a una satisfacción sexual, satisfacción que no se reduce únicamente al coito. Este es uno de los grandes descubrimientos freudianos: que la sexualidad humana no se reduce a la genitalidad o la reproducción, no, sino que son muy variadas las formas que tiene el sujeto para encontrar una satisfacción de carácter sexual: fumar, beber, pelear, comer, defecar, mirar, oír, tocar, etc. Son innumerables los comportamientos del sujeto –casi siempre con un carácter repetitivo– en los que él, de manera consciente o inconsciente, encuentra una satisfacción sexual. ¿Por qué sexual? Porque el sujeto experimenta esa satisfacción en el cuerpo, en una zona erógena de su cuerpo, ya sea experimentando placer, o ¡dolor! Este sí es el gran descubrimiento de Freud: que el sujeto también encuentra una extraña satisfacción en el dolor, en el malestar, en el sufrimiento; por eso es tan difícil que el ser humano ¡pare de sufrir! El sujeto no puede dejar de hacer aquello que le causa un displacer y en lo que, a su vez, encuentra una satisfacción que es casi siempre inconsciente: no puede dejar de maltratar a sus padres, no puede dejar de pelearse con su pareja, no puede dejar de comer, de beber, de elegir personas que no le convienen, etc., etc. Y resulta que la búsqueda de esa satisfacción sexual en el sujeto, responde a ese fantasma fundamental.

El fantasma fundamental, a su vez, involucra un objeto: el objeto a minúscula, un objeto que el sujeto toma del Otro, separa del cuerpo del Otro: “Es el seno, el escíbalo, la mirada, la voz, estas piezas separables, sin embargo profundamente religadas al cuerpo, he ahí de lo que se trata en el objeto a” (Lacan, seminario XIV), y es gracias a ese objeto que el sujeto alcanza la satisfacción sexual. Así pues, la “presencia del objeto a en el inconsciente permite sostener que el fantasma inconsciente siempre tiene, según la fórmula de Lacan, un pie en el Otro; pero no los dos, dado que a está desapegado del Otro” (Miller, 2011).

Ese fantasma, radicalmente inconsciente, se constituye, se forma en el momento en el que el sujeto pasa por su complejo de Edipo, en su primera infancia, es decir, que “en el origen mismo del fantasma se tiene una posición de amor” (Miller). Siempre habrá una historia amorosa detrás de todo fantasma fundamental, solo que esa historia amorosa el sujeto la transforma, haciéndola irreconocible en sus fantasías, “pero cuando se reconstituye la genealogía (del) fantasma, lo que se encuentra al inicio es una cuestión de amor” (Miller).

Veamos un claro ejemplo de esto: “Hay familias en las que el padre efectivamente golpea. Puede haber una familia en la que el padre golpea a los hijos y no a las hijas; por el contrario, las mima. Pues bien, que los golpeados sean los muchachos, las fascina. En consecuencia, ellas pueden verse llevadas a imaginar el goce de ser golpeadas como muchachos, y a preguntarse si ser golpeado no será de hecho una prueba de amor del padre, muy superior al hecho de ser mimado.” (Miller, 2011). Así pues, el fantasma fundamental es a la vez una escena, una escena que se construye a partir de una pregunta sobre el amor: una “historia de la que se desprende el recuerdo encubridor. Y para el sujeto esas imágenes perduran como un hueso; se le quedan atragantadas, permanecen con un carácter paradójico, escandaloso, incluso vergonzoso: quedan como lo real de esa elaboración simbólica” (Miller), elaboración que el sujeto hace de esa escena, de esa historia edípica primordial, escena que no falta en ningún sujeto que haya tenido vínculos afectivos con sus cuidadores.

Con el personaje de Sabina, en la película Un método peligroso, esto es clarísimo: su fantasma se constituye al lado de su padre (complejo de Edipo), un padre al que le gustaba pegarle nalgadas a sus hijos, y ella, Sabina, en lugar de sentir dolor, experimentaba mucho placer en medio del dolor (es lo que el psicoanálisis denomina goce), en el momento en que su padre le pegaba. Esta escena o fantasma va a determinar de manera radical la vida sexual de Sabina. Esa escena ella la va a reprimir por indecorosa, por eso, cuando sus impulsos sexuales reaparecen en su juventud, enferma gravemente con una serie de síntomas psíquicos (una histeria conversiva), los cuales se curan en el momento en que ella hace consciente esa escena primordial olvidada (reprimida), ese fantasma: la satisfacción que ella experimentaba cuando su padre le daba nalgadas.


448. ¿Por qué los hombres son tan elementales y las mujeres tan complicadas?

Cuando Lacan habla de la sexuación del cuerpo, se habla de cómo hombres y mujeres se ubican con respecto al significante falo, es decir, del lado de la posición masculina o la posición femenina. Del cuerpo se puede decir que hay un cuerpo real -el organismo-, un cuerpo simbólico -el tesoro de los significantes, los cuales dejan una marca de goce en la conjunción con el cuerpo real, lo cual, a su vez, produce el cuerpo erógeno-, y un cuerpo imaginario -la imagen o representación que se hace el sujeto de sí mismo, en la medida en que percibe su cuerpo como un todo, como una totalidad (fase del espejo)-. Pero con relación a la sexuación del cuerpo, Lacan la va a pensar a partir de una elección que hace el sujeto en relación con el goce (Brodsky, 2004), y goce solo hay dos estilos: el goce masculino -goce fálico- y el goce femenino.

En la sexuación, entonces, el sujeto decide ubicarse del lado masculino o del lado femenino con relación al goce, y para hacer esto, el sujeto necesita del significante falo, el significante que sirve para marcar la diferencia sexual en el inconsciente: se lo tiene  o no se lo tiene. Pero cuidado: la sexuación no tiene que ver la biología del cuerpo, con la distinción sexual que se hace al observar el cuerpo real -el organismo-, de que se tiene o no se tiene un pene. La sexuación tiene que ver con cómo se subjetiva ese tener o no tener un pene -inscripción de la diferencia sexual en el psiquismo del sujeto-, cómo se subjetiva la diferencia sexual -lo que Freud llamó complejo de castración-, con cómo se ubica el sujeto respecto al falo, es decir, qué posición va asumir el sujeto al subjetivar ese tener o no tener un falo; cómo decide el sujeto ubicarse del lado masculino o del lado femenino con relación al goce. “Llamamos hombre o mujer a dos maneras de inscribirse en relación con el predicado fálico -que da por consecuencia dos estilos de goce-” (Brodsky, 2004).

Los hombres, que tienen el falo, pues temen perderlo -angustia de castración-; por eso se dedican a cuidar lo que tienen: su pene, su dinero, su mujer, esa con la que hacen ostentación de lo que tienen, al igual que con su moto, su automóvil o sus lujos, ostentación que los hace ver como unos idiotas. Las mujeres no tienen falo, pero desean tener uno -envidia del pene-; para eso recurren a sustituir simbólicamente el falo por otros objetos: un hijo por ejemplo (Brodsky, 2004).

Así pues, «el hombre tiene un falo, que es exterior; es patente y obvio y con él puede convertir con facilidad su placer en categoría. Por eso, lo que quiere el hombre se puede producir en masa y por eso hay una industria del sexo, pero sólo está pensada en masculino. Sólo para ellos.» (Laurent, 2016). En efecto, toda la industria del sexo y la pornografía esta hecha para los hombres, de los cuales se sabe siempre qué es lo que quieren: “los hombres, el hombre, sabe lo que quiere» (Laurent). Como del hombre se sabe lo que quiere, eso es lo que los hace predecibles, elementales, básicos, aburridos, hasta patéticos. Por eso se dice que cuando un hombre dice «si», es «si», y cuando dice «no, es «no». «En cambio, no se sabe lo que quiere cada mujer, porque cada una quiere algo diferente e individualiza su goce” (Laurent). Mientras que los hombres tiene algo en común: el goce fálico -por eso siempre se sabe dónde y cuando goza un hombre-, del lado femenino ninguna mujer tiene nada en común con las demás, cada una es radicalmente diferente de las otras (Brodsky, 2004). Es por esto que “la mujer no existe: sólo existen las mujeres de una en una” (Laurent), y su goce no es un goce sujeto a la ley fálica; es un goce Otro, infinito, ilocalizable. Esta es la razón por la cual no se sabe qué es lo que quiere una mujer.

Cuando un hombre invita a salir a una mujer, ya se sabe lo que él quiere; es ingenua la mujer que piensa que el hombre tiene para con ella “buenas” intenciones; las puede tener, claro, pero detrás de ellas está muy claro qué es lo que él desea. La mujer, en cambio, ni ella misma sabe muy bien qué es lo que quiere, por eso, cuando ella dice «no», puede querer decir «si», y cuando ella dice «si», se puede tratar de un rotundo «no», o de cualquier otra cosa; esto es lo que las hace difíciles de comprender, complicadas y hasta extraviadas, o «locas» que llaman.


444. ¿Qué es lo que repite el sujeto?

Freud se ve empujado a formular una lógica distinta que la del principio del placer, en la medida en que ésta no explicaba ciertos fenómenos de la clínica psicoanalítica; él, entonces, se ve llevado a preguntarse por qué los sujetos se ven forzados a repetir indefectiblemente ciertos actos o escenas que le son dolorosas, si tales repeticiones no les procuran placer. Incluso, esto llevó a Freud a hablar de una fuerza «demoníaca», de una compulsión de destino que hace parte de la subjetividad humana. (Kauffman, 1996).

Freud (1914) se pregunta, entonces, qué es lo que repite o actúa el sujeto; su respuesta es: “Repite todo cuanto desde las fuentes de su reprimido ya se ha abierto paso hasta su ser manifiesto: sus inhibiciones y actitudes inviables, sus rasgos patológicos de carácter. Y además, durante el tratamiento repite todos sus síntomas” (Freud, 1914).

Freud (1926) explica, pues, como el sujeto neurótico busca la cancelación del pasado, de su historia, reprimiéndola; pero esa misma tendencia es lo que explica la compulsión de repetición: “Lo que no ha acontecido de la manera en que habría debido de acuerdo con el deseo es anulado repitiéndolo de un modo diverso de aquel en que aconteció.” (Freud). El propósito de la terapia psicoanalítica es que el sujeto logre cancelar sus represiones, “él recupera su poder sobre el ello reprimido y puede hacer que las mociones pulsionales discurran como si ya no existieran las antiguas situaciones de peligro” (Freud).

Eso que el sujeto reprime tiene el valor de trauma, así pues, la repetición sería una consecuencia del trauma, y al mismo tiempo, “una vana tentativa por anularlo, una manera también de hacer algo con él. (…) Su retorno incesante -en forma de imágenes, de sueños, de puestas en acto- tiene precisamente esa función: intentar dominarlo integrándolo a la organización simbólica del sujeto. La función de la repetición es por lo tanto recomponer el trauma («recomponer una fractura», como se dice).” (Chemama & Vandermersch, 2004).


441. Más allá del principio del placer: repetición compulsiva de lo displacentero.

¿Cómo llega Freud a plantear su concepto de compulsión a la repetición como eterno retorno de lo igual? Freud observa una serie de fenómenos clínicos que contrarían lo planteado en su teoría con respecto al principio del placer, principio que gobernaría el funcionamiento del aparato psíquico y que consiste en que el psiquismo busca el alivio de toda tensión producida, ya sea por estímulos externos (demandas de la cultura) o internos (demandas pulsionales), pero Freud se encuentra con un par de fenómenos que contrarían el principio del placer. El primero son los sueños traumáticos en los neuróticos y los sueños que manifiestan el recuerdo de los traumas psíquicos de la infancia, sueños que ya no pueden ser pensados como cumplimiento de deseo, ya que dichos sueños –los primeros– “reconducen al enfermo, una y otra vez, a la situación de su accidente, de la cual despierta con renovado terror” (Freud, 1920, pág. 13), como si el sujeto quedara psíquicamente fijado al trauma. Sobre los segundos, Freud dirá que dichos sueños recrean un trauma de la infancia, convocando de nuevo lo olvidado y reprimido, de tal manera que el funcionamiento del aparato psíquico contradice el principio del placer. Si se supone que el sujeto evita y reprime situaciones que le son displacenteras, ¿por qué hay sujetos que reviven dichas situaciones? Se repiten, pues, experiencias manifiestamente displacenteras, haciendo difícil comprender por qué el sujeto las recrea, o qué tipo de satisfacción encuentra en dicha reproducción, de tal manera que, en esta compulsión de repetición, resulta difícil poner de manifiesto la realización de un deseo reprimido.

El segundo fenómeno que llama la atención de Freud, son ciertas situaciones traumáticas, es decir, displacenteras, que el sujeto no pareciera reprimir, sino que las reproduce, las repite, a pesar del malestar que le producen. Freud va a encontrar ésto particularmente en el juego de los niños, ya que ellos repiten en aquellos vivencias que les son penosas, tal y como lo observó en “el primer juego, autocreado, de un varoncito de un año y medio” (Freud, 1920, pág. 14), el famoso juego del «fort-da» del nieto de Freud, en el que el niño arrojaba un carretel que sostenía con una pita tras la baranda de su cuna; así pues, el carretel desaparecía y el niño pronunciaba un significativo «o-o-o-o»; después, tirando de la pita volvía a recuperar el carretel saludando su aparición con un amistoso «Da» (acá está). Se trataba de un juego de hacer desaparecer y volver a recuperar un carretel. La interpretación que hace Freud de este juego es que el niño juega a admitir, sin protestas, la partida de la madre, es decir, juega a renunciar a la satisfacción pulsional. El niño “Se resarcía, digamos, escenificando por sí mismo, con los objetos a su alcance, ese desaparecer y regresar.” (Pág. 15). Como esta actividad no se concilia con el principio de placer, Freud se pregunta por qué el niño repite, en calidad de juego, una vivencia que es penosa para él. Se trata, pues, de una repetición compulsiva de lo displacentero y lo doloroso, que se sitúa más allá del principio del placer.


413. La sexualidad y la familia no tienen nada de natural.

El psicoanálisis enseña claramente que la sexualidad humana no tiene nada de natural, y además, que hay una falla estructural en ella, es decir, hay una discordancia que es constitutiva de las relaciones entre los sexos. En otras palabras: el goce obtenido en la sexualidad es siempre menor que el esperado (Cevasco, como se citó en La Gaceta, 2014), además de que hombres y mujeres no son complementarios, no fueron hechos los unos para los otros: la proporción sexual no existe.

El psicoanálisis fue el primero en señalar que la sexualidad humana no tiene como meta la reproducción de la especie, meta que se ha considerado supuestamente como la meta “normal” de la sexualidad en los seres humanos; hoy ya sabemos que no es así: las parejas no solamente tienen sexo para reproducirse; fundamentalmente lo tienen para obtener una ganancia de placer, y se cuidan, cuando son responsables, de traer más hijos al mundo. Igualmente, el psicoanálisis enseña que “las elecciones sexuales son el resultado de un largo proceso singular, en su mayor parte inconsciente” (Cevasco, como se citó en La Gaceta, 2014), de tal manera que, cuando se elige una pareja, dicha elección responde a una serie de factores inconscientes que determinan dicha elección: el narcisismo (que el otro sea como yo, se parezca a mi); apuntalamiento en relaciones de objeto primarias (que el otro se parezca a mi madre o a mi padre); el lugar que viene a ocupar el otro en mi fantasía como objeto sexual (cómo gozo yo del otro, es decir, cómo alcanzo la satisfacción sexual con el otro tomado como objeto sexual: maltratándolo, humillándolo, pegándole, etc.).

De cierta manera, el modelo patriarcal que imperaba hasta los años sesenta, y que todavía funciona en muchos ámbitos, es el que ha determinado qué es lo normal en la sexualidad humana, de tal manera que “el patrón de normalidad se basaba en la hipótesis de que existe una atracción heterosexual ‘natural’, que además era normativizada, ordenada por el matrimonio, machista y cuyo fin era la procreación. Todo lo que se saliera de ese patrón -, aunque está claramente instalada la fisura- era mal visto, y llegaba a caer en el ámbito de las perversiones” (Cevasco, como se citó en La Gaceta, 2014).

Dicho modelo patriarcal y machista, redujo tres aspectos de la sexualidad humana que no se superponen: “el sexo anatómico, el género (lo que la sociedad espera de cada sexo) y lo que Lacan llamó la sexuación, (…) los modos particulares en los que cada sujeto goza” (Cevasco). El psicoanálisis enseña que la posición sexual del sujeto no está determinada ni por los genitales, ni los genes, ni las hormonas; la elección del sexo por parte del sujeto también responde a toda una serie de determinantes inconscientes, los cuales tienen que ver con los vínculos afectivos que el sujeto estableció con las personas significativas de su primera infancia (lo que Freud denominó «complejo de Edipo»)

Ahora, ese modelo patriarcal está en crisis, gracias a la relevancia que han alcanzado el deseo femenino y el deseo homosexual, es decir, el discurso de los derechos humanos. Por un lado, “a las luchas feministas, primero por la igualdad de oportunidades y después por su derecho a ser diferentes, se suman los adelantos de la ciencia: la aparición de los anticonceptivos movió a la mujer de su ‘destino’ de reproductora y le permitió enfrentarse a su deseo” (Cevasco, como se citó en La Gaceta, 2014); por otro lado, la comunidad LGTBI muestran cada día cómo no hay correspondencia entre el sexo y el género, y que “la identidad no se complementa con la anatomía” (Cevasco).

También la concepción de familia que tenía el modelo parental ha cambiado radicalmente. Basta con ver una serie como «Modern family» de Fox, para evidenciar cómo la familia contemporánea ya no se limita a papá, mamá e hijos. Hoy nos encontramos con madres y padres solteros, familias homoparentales y familias reconstituidas. “Mucha gente proclama el fin de la familia, niños psicóticos y varias ‘catástrofes’ más. Y no hay razón para ello. El psicoanálisis muestra que lo que un niño necesita de la familia es un lugar de deseo no anónimo, que lo espere, lo reconozca y lo ame… nada demuestra que una familia homoparental no pueda ofrecer ese lugar” (Cevasco, como se citó en La Gaceta, 2014).


412. Depresión y consumo de drogas.

La clínica psiquiátrica presenta estadísticas sobre la depresión diciendo que un 25% de la población la padece. Pero resulta muy difícil no estar deprimido en el mundo de hoy. “A lo largo de una vida, se nos dan prácticamente todas las oportunidades para tener un episodio depresivo” (Laurent, 2007). Casi que los sujetos contemporáneos se encuentran frente a una nueva angustia, la de preguntarse si se va a deprimir algún día.

La respuesta, también contemporánea, a esa triste inmovilidad que es la depresión, es la medicación. Sobre todo porque, en esta sociedad técnica, el ser humanos es pensado como una máquina, como un automóvil, que tiene su nivel de serotonina bajo; ¡bastaría con elevar dicho nivel y la tristeza existencial se arregla! (Laurent, 2007). El cuerpo-máquina permite pensar la vida desde un punto de vista técnico. Y la droga como tal, ya sea lícita o ilícita, que se la encuentra por todos lados, hace parte de esa fetichización de la mercancía, propia del discurso capitalista que ha invadido todos los aspectos de la vida, tal y como lo anticipó Carl Marx. “Nuestra civilización (…) se caracteriza por la pasión hacia el objeto” (Laurent)

“¿Cómo voy a vivir?” parece ser la pregunta de todo sujeto contemporáneo enfrentado a un mundo que se ha vuelto hiperexigente en todos los aspectos de la vida. Frente a esta pregunta tan angustiosa la droga responde como una manera de olvidarse de dicha angustia. Y es algo que no solo es un problema de las personas pobres; ¡los ricos son los principales consumidores de droga! “América latina abastece, a través de países como Colombia, a los Estados Unidos, que es una nación de consumo. Como le decía, los ricos fueron los primeros en consumir droga” (Laurent, 2009).

Pero “la droga es una forma de morir. Y de morir en pleno éxtasis. Por lo tanto, es un total hedonismo” (Laurent, 2009). Vivimos en una sociedad de la que se puede decir que es hedonista, que tiene como principio de su funcionamiento, el placer. El problema es que una sociedad no puede sobrevivir si tiene por principio el hedonismo; es lo que Freud advirtió desde 1920: “que el placer (como principio) abre la puerta a un más allá permanente. Es decir, un más allá en el que se busca sólo nuestro placer, y ¿qué encontramos entonces? Encontramos algo que Jacques Lacan tomó del vocablo francés clásico, “el goce”” (Laurent). Y si bien el goce es cercano al placer, te lleva a un más allá, un más allá que está del lado de lo peor, que te acerca a la muerte: “Se empieza por tomar un poco de cocaína “por placer”, luego para “levantarse” un poquito, ¡y finalmente, es imposible parar!” (Laurent)

Lo que revela la droga en esta sociedad de consumo, es que “¡somos una sociedad globalmente adictiva!” (Laurent, 2009) Pero no solo a las drogas, ¡a todo! Al éxito, al ejercicio, al trabajo, “¡Trabajamos cada vez más y, si uno es japonés, acaba por morir en el trabajo!” (Laurent). Todo se ha vuelto una adicción y el cuerpo-máquina no funciona nunca así, como un automóvil. “Lo que ese cuerpo quiere es gozar y gozar cada vez más” (Laurent). El problema es que no se sabe cómo detener esto, no se sabe en qué momento hay que parar. “Hemos entrado en una carrera loca y adictiva” (Laurent). ¿Cuál podría ser la salida? No es más la prohibición; ya nadie cree en ella, pero tampoco es la permisividad, la cual termina siendo “una forma de locura en sí misma” (Laurent).