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514. «El analista debe ser dócil a lo trans»

¿Qué hacer con lo trans? Miller (2021) en su texto Dócil a lo trans advierte que el analista debe ser dócil a lo trans así como Freud lo fue con el discurso histérico (Bassols, 2021), para aprender lo que dichos sujetos tienen para enseñarnos sobre la sexualidad humana. ¿Qué nos enseñan? Algo que el psicoanálisis ya había advertido: no hay saber sobre los sexos. Con relación a la identidad sexual, todos estamos extraviados; la posición sexual es una conquista del sujeto. El sexo biológico no es el que determina la identidad sexual, como todavía lo siguen pensando muchos discursos, como el discurso médico y el religioso, los cuales ya son anacrónicos con respecto a lo que sucede hoy con la diversidad sexual. Por eso, mejor preguntar, ¿por qué tanta diversidad en esta contemporaneidad? La respuesta del psicoanálisis a esta pregunta tiene que ver con lo que Miller planteó como la época donde el Otro no existe y de la caída del Nombre del Padre, es decir, ya no operan más esos ideales (significantes amo) que gobernaban y guiaban las identificaciones del sujeto para responder la pregunta quién soy yo.
Anteriormente, hasta comienzos del siglo XX, para responder esa pregunta los sujetos se fijaban, por ejemplo, en la figura paterna, figura ideal y de autoridad, un referente firme que le permitía al niño saber cómo ser un hombre. La autoridad de la imago paterna era un referente universal; el padre era un ideal social, modelo edípico, garantía última del orden social, y por lo tanto, la norma de la identidad social (lo mismo vale para la mujer con la imago materna, esa madre que tenía como ideal llegar a ser madre y ocuparse de los cuidados de su hogar, por ejemplo). Pero ha habido una declinación del padre, un desfallecimiento de la figura paterna, declinación de la figura paterna que se inició con la llegada del discurso de la ciencia, discurso que puso en cuestión el poder, no solo del padre, sino de todos los referentes ideales de la sociedad patriarcal. “Lacan ya se dio cuenta en los años cuarenta del declive imparable de esta imago y del propio patriarcado, pero no para pensar que lo que venía después sería necesariamente mejor. Más bien: del padre a lo peor” (Bassols, 2021). Esto no significa que haya que volver a lo anterior, no; esa mítica autoridad paterna ya no se puede recuperar; la imago paterna ha declinado para siempre, para bien o para mal, lo cual ha modificado las relaciones laborales, sociales, familiares, de género y hasta el psiquismo de los hombres contemporáneos. Es un hecho, ya estamos en otro momento que hay que comprender.

La diversidad sexual es uno de los efectos del desfallecimiento del padre; el sujeto queda extraviado frente a la pregunta ¿quién soy?, pregunta que no responde el cuerpo biológico. Es decir que lo trans y el discurso de género “viene a llenar el vacío que abre la pregunta ¿qué es lo que quieres?” (Bassols, 2021). El surgimiento de la diversidad sexual devela una verdad: nunca ha habido garantía para el sujeto para saber cuál es su identidad sexual, su posición sexual: ¿soy hombre o soy mujer? En efecto, anteriormente se sabía claramente que era ser un hombre y una mujer; con el desfallecimiento de los ideales que soportaban esa respuesta, ya nadie sabe quién es, qué quiere. De cierta manera ahora todos somos trans, un poco como se conduce la moda hoy; ya no hay una moda estándar, única, como sucedía anteriormente, sino una gran diversidad a nivel de la moda. Anteriormente, en los años 20´ y 30´, los hombres vestían de saco, pantalón y sombrero, y las mujeres usaban elegantes vestidos; ahora ya no hay modas fijas, duraderas, y son muy variadas.

Volviendo a los trans; ellos nos enseñan que “hay que volver a interrogar lo que creemos entender sobre la sexualidad, sobre las identificaciones, sobre la diferencia entre los sexos, para actualizarlo y transmitirlo de una manera lo más clara posible” (Bassols, 2021). Cuando un niño o una niña de cinco años dice «yo soy una niña o soy un niño», ¿qué hacer ahí? Hay un proyecto de ley en Francia que propone que “sujetos entre los doce y los dieciséis años pueden pedir un tratamiento hormonal (o quirúrgico) sin consentimiento de los padres, sólo por intermedio de un representante legal que toma el enunciado yo soy un hombre o yo soy una mujer como una verdad sobre la que no hace falta preguntar nada” (Bassols). ¿Y si el sujeto se arrepiente después de sus tratamientos? “Cambiar al Padre por la testosterona no es necesariamente más benéfico. El paraíso soñado por el discurso trans puede ser un infierno para algunos sujetos.” (Bassols).

El tratamiento al que apunta el psicoanálisis es preguntar, hacer un profundo análisis de lo que quiere decir para cada sujeto singular afirmar que es un hombre o una mujer. La ley que se propone deja por fuera al sujeto del inconsciente, al sujeto de la palabra y del goce. “La cuestión es fundamental si consideramos, ya desde Freud, que la pubertad supone un reinicio de la vida sexual del sujeto, que el encuentro con lo real del goce del cuerpo implica poner patas para arriba todo el andamiaje de las identificaciones en las que se sostiene su relación con el goce. Y es un tiempo para comprender que, hay que decirlo, hoy se extiende en muchos casos varias décadas en la vida del sujeto. Conocemos ya muchos casos de desencanto, incluso de experiencias trágicas, en sujetos que no han encontrado lo que esperaban y que no han sido escuchados antes en su singularidad. ¿Cómo hacer con esto una ley para todos?” (Bassols).

El psicoanálisis propone que cuantas menos leyes, mejor. “Es algo que Spinoza tenía claro: quien pretende regularlo todo por medio de leyes, produce estragos. Cuanto más se quiere legislar sobre las costumbres, sobre las formas de goce, más efectos negativos se producen en lo social. Precisamente por lo delicado que es la relación del sujeto con el sexo —complicado porque es singular, porque el deseo del sujeto está siempre fuera de la norma—, querer hacer una norma jurídica sobre las identidades sexuales, ya de entrada es una cuestión que hay que interrogar. Cuanto menos legislemos, mejor (…) Cuando se trata del goce, no hay modo de encontrar una norma jurídica que funcione como una ley del Otro que valga para todos. Hay que ir necesariamente uno por uno. Por lo tanto, es necesario ver caso por caso qué quiere decir un deseo trans. La impostura es querer regular normativamente una relación del sujeto con su cuerpo y con el goce sin escucharlo en su singularidad” (Bassols, 2021).

Por lo anterior es que, cuando un adolescente consulta por su identidad sexual o por un deseo trans, es fundamental poner por delante de la ley, a la palabra. Hay que preguntar por el momento en que apareció ese deseo y en qué coyuntura se produjo. “Hay que distinguir si se trata de una posición que es resultado de una forclusión de cualquier vínculo simbólico con el sexo, o si se trata de estrategias de identificación simbólica ante la aparición de un goce extraño” (Bassols, 2021), es decir, llegar a saber si se trata de una neurosis o de una psicosis, y acompañar al sujeto en su singularidad y sus preguntas.


509. No hay que patologizar la diversidad sexual

Miller (2021) ha llamado al año 2021 el Año Trans. Es una manera de entrar en conversación con la subjetividad en esta época. Lo primero que habría que decir es que el psicoanálisis enseña que la diferencia entre los sexos no está escrita en el inconsciente; esto significa que en el inconsciente no hay nada que le indique al sujeto lo que es ser un hombre o una mujer; Lacan lo indicó con su fórmula «No hay relación sexual». Lo único claro que tiene cada sujeto, pero que es radicalmente inconsciente con ello, es que cada uno tiene su modo de goce; es a esto a lo que apunta lo que el psicoanálisis ofrece en la experiencia analítica: la identificación al síntoma, la identificación del sujeto a su goce particular (Bassols, 2021). 

Dice Bassols (2021) que los discursos de género, donde se enmarca el propio discurso trans, es muy amplio y heterogéneo. «Hay posiciones muy diversas, incluso contradictorias, con orientaciones diferentes con respecto a lo que se define como género, como sexo, identidad, transición, síntoma, etc.». Hay pues un amplio abanico de posiciones subjetivas, que cada día se amplía más, por eso a las siglas LGTBIQ+ se le agregó al final ese signo, para poder seguir incluyendo todas las nuevas posiciones sexuales (léase diversidades) que van apareciendo. Esto habla claramente de lo que se puede denominar como la realidad sintomática de la sexualidad en el ser humano, es decir, que la sexualidad en el ser humanos se constituye en un síntoma; pero esto no significa patologizar la diversidad sexual, al contrario, «habría que despatologizar cualquier posición sexuada, cualquier identificación a un género, cualquier forma de goce, etc.» (Bassols, 2021). Así pues, la posición del psicoanálisis es interrogar la falsa frontera entre lo normal y lo patológico. Esto invita a pensar que cada sujeto tiene, entonces, una posición sexual particular, singular, de tal manera que casi que cada uno podría inventarse un nombre diverso para su posición sexual.

Queda claro que el psicoanálisis no es un discurso que patologice las identidades sexuadas, pero «sí interroga el punto de sufrimiento particular que para cada sujeto introduce su relación con la sexualidad: qué es lo que, para cada sujeto, hace síntoma en su relación con la sexualidad» (Bassols, 2021). Ese punto sintomático de la sexualidad es imborrable, sin importar la posición que asume cada sujeto, ya sea como homosexual, heterosexual, transgénero, etc., siempre hay la dimensión sintomática con respecto a la sexualidad, es decir que «la sexualidad introduce el pathos en el ser humano. Es el primer paso para abordar la cuestión del síntoma de una manera analítica» (Bassols).


507. Lo que nos enseña el transexualismo: no hay saber sobre los sexos

El psicoanálisis nos enseña que el sexo biológico no es el que determina la identidad sexual del sujeto. Es más, ni las hormonas, ni los genes, ni el cerebro establecen la posición sexual. “El nombrarse hombre o mujer conlleva un elaborado trabajo psíquico y no basta con portar tal o cual anatomía” (Hoyos, 2020, p. 51). Para el psicoanálisis, el sujeto no nace, sino que llega a ser hombre o mujer mediante una conquista subjetiva, que hace en sus primeros años de vida, en los que se establecen una serie de vínculos afectivos con los cuidadores y se constituyen, dependiendo de cómo se van desarrollando dichos vínculos afectivos (lo que Freud llamó complejo de Edipo), toda una cadena de identificaciones con aquellas personas significativas. Es decir, que la conquista subjetiva de la posición sexual es una elección; además es una elección forzada, que está determinada por la historia primigenia del sujeto, esa que cuenta los vínculos que estableció con los padres (o sus sustitutos) a raíz de haber sido recibido como alguien deseado o no.

Sobre esta falta de saber acerca de la identidad sexual con la que nacemos todos los seres humanos, quienes mejor nos enseñan son los sujetos “trans”, pues independientemente de si se trata de alguien que quiere feminizar su cuerpo, menos su zona genital (transgénero), o de alguien que se somete a una cirugía de reasignación de sexo (transexual), nos hacen saber que hay algo que falta, y algo que “falla” en la constitución subjetiva de todo ser humano. “La sexualidad humana ha sido enigmática desde el momento en que se produjo la desnaturalización de esta a partir del lenguaje, nos distanciamos de la biología y, por ende, nuestra sexualidad ya no es solo una función reproductiva” (Hoyos, 2020, p. 52). Eso que falta o que falla en la constitución subjetiva de todo ser humano es la respuesta a las preguntas qué es ser un hombre y qué es ser una mujer, porque tener un pene o una vagina no es garantía de que se sea lo uno o lo otro. Nadie tiene asegurada su identidad sexual en el momento de nacer.

“Digamos pues, que la anatomía no es destino y que el nombrarse hombre o mujer conlleva un elaborado trabajo psíquico y no basta con portar tal o cual anatomía, o si son predominantes tales o cuales hormonas, así como tampoco es suficiente contar con una pareja de cromosomas que apenas alcanzan para marcar unos caracteres sexuales primarios y secundarios” (Hoyos, 2020, pp. 53-54)

Toda la diversidad sexual que se ve en el mundo contemporáneo, atestigua de estas tesis del psicoanálisis. Ya desde un comienzo, Freud había advertido que hay un extravío de la sexualidad humana, empezando porque la pulsión, que es el nombre que le dio a los impulsos sexuales de los seres humanos en la medida en que no responden a ningún instinto, no tiene un objeto definido, por eso no somos todos heterosexuales. Es tanta la diversidad sexual, que la red social Facebook ofrece 52 opciones de género en algunos países, y la Comisión de Derechos Humanos de New York oficializó 31 (Hoyos, 2020). ¿Por qué se da esto en esta época? Digamos que las expresiones en cuanto a la diversidad sexual han existido durante toda la humanidad, solo que ahora, y gracias a las conquistas jurídicas, en cuanto a derechos humanos y derechos sexuales de los sujetos con sexualidad diversa, de los colectivos homosexuales y trans (travestis, she-males, transexuales, intersexuales, transgéneros), estos han podido expresarse abiertamente y mostrar a la humanidad toda, que no hay saber sobre los sexos, o como se diría en el discurso psicoanalítico, que no hay inscripción del sexo en el inconsciente de los sujetos. Incluso, esas conquistas jurídicas en distintos lugares del mundo, abarcan la posibilidad del “cambio de nombre y sexo en el registro civil o la posibilidad de nombrarse legalmente como de sexo indeterminado como se aprobó en Australia hace unos años atrás” (Hoyos, 2020, p. 55).

Resumiendo: hay algo que se le escapa al saber, a todo el saber, al saber constituido por la ciencia y al que falta por descubrir. El mismo inconsciente es un saber, un saber no sabido por el sujeto, un saber que va saliendo de esa supuesta “bolsa”, la cual contiene el saber reprimido por el sujeto, no importa que no se lo localice en ningún lugar específico. Por eso, de cierta manera, el psicoanálisis se dedica a desenterrar el saber que está ahí. Pero aún a ese saber, y al saber de la ciencia, se les escapa el saber sobre el sexo: qué es ser hombre y qué es ser mujer.

“En el encuentro de los sexos algo no es posible de decir, que no hay proporción armónica entre los sexos y por ende este imposible lógico de nombrar, termina diciéndose mal. Es un sexo que no alcanza a ser recubierto por el lenguaje, particularmente sobre el sexo de la mujer, aspecto que Freud advirtió cuando señaló que en lo inconsciente no hay representación del sexo femenino. Entonces el inconsciente dice mal de la diferencia de los sexos, hay algo que se le escapa y que las diversidades sexuales de nuestra época, y en particular la transexualidad, ponen en evidencia” (Hoyos, 2020, p. 56).

Hay pues, un saber no inscrito en el inconsciente, algo en el lenguaje que no alcanza nunca a nombrarse. Hay un agujero en el saber que tiene que ver con el sexo, y es que no hay inscripción del mismo en el inconsciente. Es lo que Lacan condensó en su axioma «la relación sexual no existe». Esto implica, de cierta manera, que todos somos potencialmente transexuales, o si se quiere, que cada ser humano tiene una posición sexual particular, es decir, que cada ser humano se ha tenido que enfrentar a esa falta de saber sobre el sexo y, uno por uno, ha resuelto esto con su posición sexual, que, además, a veces resulta bastante incierta. Habría, pues, un transgenerismo generalizado y ¡todos seríamos transexuales!

(Este artículo fue publicado originalmente en el Blog Fondo Editorial Universidad Católica Luis Amigó).


506. ¿Por qué la «gente de bien» puede llegar a ser tan malvada?

Reflexiona García Villegas (2020) sobre cómo es posible que una persona puede ser un miserable, un malvado y un indolente, capaz de actuar de manera irreflexiva en el momento de recibir órdenes. Esto se parece mucho a lo que ha sucedido en nuestro país con el abuso de la fuerza pública en Colombia, por parte de algunos policías, en el marco de las manifestaciones durante el Paro Nacional desatado en el mes de abril de este año. García Villegas se apoya en Arendt para explicar cómo “la mayoría de los individuos actúan dentro de las reglas que imperan en su entorno, incluso cuando esas reglas los llevan a cometer actos de barbarie” (p. 220); en otras palabras, dependiendo de las circunstancias, una persona puede ser complaciente con el crimen e incluso convertirse en un criminal.

El ejemplo que da García Villegas (2020) sobre este tipo de situaciones, es lo ocurrido durante la Alemania Nazi, con los campos de concentración y los hornos crematorios. Bajo la égida de un régimen totalitario, los sujetos pueden llegar a hacer atrocidades; por supuesto, ellos son tan responsables de sus actos criminales como lo es el sistema. “Los soldados, los torturadores y los burócratas se deslizan fácilmente, casi naturalmente, por la tarima que el régimen totalitario ensambla” (p. 220), de tal manera que personas que se dicen buenas, puede terminar siendo verdugos, ¡y sin darse cuenta! Esto explicaría el actuar de las fuerzas del Estado, y hasta de grupos de personas beligerantes, abusando de su poder, ya sea armado o por su investidura, llevándolos a abusar de los derechos humanos sin ningún reparo. Lo que hay que preguntarse aquí, entonces, es si el establecimiento que gobierna a Colombia tiene un carácter totalitario, de tal manera que, ante la orden de un jefe político, que hace parte del partido que gobierna este país, a través de un trino, por ejemplo, puede llevar a que las fuerzas del Estado y a la población que lo eligió, a realizar actos delictivos sin ninguna consideración.

Ahora bien, «La responsabilidad moral existe y muchas veces es más amplia de lo que estamos dispuestos a reconocer: en las grandes empresas del mal no solo hay un grupo de culpables que concibieron, diseñaron y ejecutaron la exterminación de pueblos enteros, también hay pueblos enteros que acolitaron o simplemente callaron cuando pudieron levantar su voz» (García Villegas, 2020, p. 220)

Lo contrario también sucede; cuando el establecimiento no se manifiesta violento ni belicoso, no solamente sus subalternos, sino también el pueblo entero, puede llevar una vida en paz, o por lo menos las voces combativas se callan, se silencian, hasta que llegue nuevamente al poder un estado guerrero. Lo vivimos en Colombia durante el último año del expresidente Santos, luego de la firma de la paz con las FARC; fue uno de los años más pacíficos en la historia de este país, a tal punto que hasta el Hospital Militar quedó vacío, ya que dejaron de llegar soldados heridos. Pero con el regreso al poder de un partido político de extrema derecha y muy guerrerista, sus seguidores se muestran también combatientes y conflictivos, dispuestos a abusar de su poder (en el caso en que lo tengan) y violar los derechos de todos aquellos que no estén con ellos, incluso hasta eliminarlos, que es un poco lo que ha sucedido durante la historia política de este país con el adversario: se lo elimina dándole muerte.

Pero, ¿cómo es posible que un conjunto de sujetos pueda actuar tan irracionalmente, hasta el punto de llegar a ser unos verdugos, a pesar de moralidad y su ética? Freud (1933/1991) tiene una explicación para esto. Lo hace con su concepto de superyó, que en términos sencillos no es otra cosa que la conciencia moral del sujeto (la voz de la conciencia). El superyó es aquello que sustituye a la instancia parental (la autoridad de los padres), que, una vez introyectada en el funcionamiento del psiquismo por parte del niño, se dedica a vigilarlo, juzgarlo y castigarlo, “exactamente como antes lo hicieron los padres con el niño” (Freud, 1933/1991, p. 58).

El superyó, entonces, responde a una identificación con la instancia parental que opera en la primera infancia, siendo el heredero de las ligazones de sentimiento que todo niño pone en juego en los vínculos afectivos que aquél establece necesariamente con sus cuidadores, lo que Freud denominó complejo de Edipo. La identificación es un mecanismo psíquico que consiste en que un yo asimila a un yo ajeno, en la medida en que quiere ser como el otro, así pues, ese primer yo se comporta como el otro, lo imita, lo acoge dentro de sí (Freud, 1933/1991). “En el curso del desarrollo, el superyó cobra, además, los influjos de aquellas personas que han pasado a ocupar el lugar de los padres, vale decir, educadores, maestros, arquetipos ideales” (Freud, 1933/1991, p. 60), como lo son, por ejemplo, los líderes políticos. El superyó, subroga así, todas las limitaciones morales trasmitidas por los padres y sus sustitutos.

Freud va a aplicar su concepto de superyó a la psicología de las masas, a la psicología de los pueblos, llegando a establecer la siguiente fórmula: «Una masa psicológica es una reunión de individuos que han introducido en su superyó la misma persona y se han identificado entre sí en su yo sobre la base de esa relación de comunidad. Desde luego, esa fórmula es válida solamente para masas que tienen un conductor» (Freud, 1933/1991, p. 63).

Esta fórmula logra explicar, entonces, por qué todo un conjunto de personas de una sociedad, ya sea que estas sean subalternos, seguidores o creyentes, terminen haciendo actos miserables, crueles e indolentes hacia otras personas: ¡porque su líder también las hace o las ordena hacer! ¡Y se han identificado con él, específicamente con su superyó! Por eso los miembros de un grupo político (o de una secta), grupo que gobierna en un país, por ejemplo, se parecen tanto en su forma de pensar y proceder; se conducen y repiten el discurso de su líder sin reflexionar en ello, llegando incluso a ser verdugos de otros miembros de su comunidad sin ningún reparo o culpa, y justificando su actuar con base en la ideología que transmite su líder o caudillo. Por tanto, si el líder es guerrerista, sus lacayos, la «gente de bien», también lo serán; si el cabecilla manda a matar, del “cura para abajo hay que requisar” (Akerman, 2021).


505. «Qué miedo la gente de bien»: psicoanálisis y segregación

En el mundo contemporáneo se puede observar, de una manera cada vez más exacerbada, cómo los grupos, ya sean religiosos, políticos, de estratificación o clases sociales, se segregan, se rechazan, los unos a los otros. Cada uno de esos grupos, además, dice defender una verdad que considera única e inmodificable, creyéndose dueño y señor de esta.

El psicoanálisis ha comprendido cómo a los grupos los une un lazo amoroso que los hace necesariamente crueles e intolerantes con todos aquellos que no reconozcan su verdad. Al respecto, Ramírez (2000):

«El grupo da identidad a sus miembros. Freud reconoce en la identificación la forma más primitiva de enlace afectivo del sujeto al Otro, y diferencia tres tipos de identificación: al padre ideal, que es el modelo explicativo de configuración de las masas, cuando el líder es el subrogado de dicho padre; la identificación al objeto de amor, también válida en este terreno que hace que el sujeto pueda confundir el amor con la identificación e identificarse al líder en la medida en que lo ama y se siente amado por él; y una identificación histérica, o por contagio, igualmente en juego en la configuración de las colectividades» (Párr. 3).

Ese afecto, ese amor que une al grupo, es lo que permite explicar el hecho de que no haya sujetos más intolerantes que los verdaderos creyentes, y que nada una más a un grupo humano que tener un enemigo común, de tal manera que, si ese enemigo común desaparece, la cohesión del grupo resulta amenazada. Este es el origen de todos los fanatismos que se observan hoy en el mundo, y que han llevado a cruzadas, barbaries y terrorismo desde comienzos del siglo X hasta el día de hoy. A este respecto, el antropólogo Lévi-Strauss (como se citó en Ramírez, 2000), decía:

«La humanidad termina en las fronteras de la tribu, del grupo lingüístico, y a veces, hasta de la aldea; hasta tal punto que gran número de pueblos llamados primitivos se autodesignan con un nombre que significa “los hombres” (o a veces, diríamos con mayor discreción, “los buenos”, “los excelentes”, “los completos”), lo que implica que las otras tribus, grupos y aldeas no participan de las virtudes e incluso de la naturaleza humanas, sino que, como mucho, están compuestas por “malos”, “malvados”, “monos de tierra” o “huevos de piojo”» (Parr. 5).

Esto explica por qué hay quienes se autodenominan «gente de bien» y que resultan siendo la más violenta, agresiva o discriminadora, hacia las personas que no compartan su manera de pensar, su manera de ver el mundo o su “verdad”, aquella que dicho grupo considera como la única. Es por esta razón que hay que tenerle miedo a las personas de bien, que por defender “su verdad”, pueden terminar haciendo las peores cosas, a las cuales hemos asistido durante la historia de esta humanidad; piensen, por ejemplo, en la santa inquisición, el holocausto y el terrorismo islámico.

Así pues, “la fraternidad es siempre segregativa” (Universidad EAFIT, 4 de noviembre de 2015), hostil y vengativa; cuando un grupo de personas se unen alrededor de una única verdad, lo cual los hace miembros de una misma comunidad, harán de todos aquellos que no comparten su ideología sus enemigos.

Como ejemplo, se tiene una situación ocurrida en una marcha contra la violencia en el País (Colombia), en la cual un joven salió con un mensaje en una camiseta y fue atacado con frases como: “si no te la quitas (la camiseta), te pelamos”, o “plomo es lo que hay, plomo es lo que viene”. Por eso, «qué miedo la gente de bien», ellos consideran que no hay sino una verdad, y para preservar esa verdad están listos para hacer la guerra.

(Este artículo fue publicado originalmente en el Blog Fondo Editorial Universidad Católica Luis Amigó).


498. ¿El ser humano será mejor persona después de la pandemia?

La historia de la civilización lo que demuestra es que “lo esencial de la condición humana parece mantenerse y lo que ha evolucionado han sido los medios que permiten hacer bien y hacer mal” (Alfonso Wals, 2020). La misma Hannah Ahrendt ya había advertido en su texto La banalidad del mal, que cualquiera puede ejercer el mal en determinadas condiciones. Por lo tanto, no se puede esperar que una pandemia transforme a la humanidad; tal vez lo que se puede esperar, y eso que, con mucha dificultad, es que aquella ponga en juego “la responsabilidad de cada uno” (Alfonso Wals).

Freud (1930) ya había advertido en su texto El malestar en la cultura que existe en el hombre una tendencia nativa “a la maldad, a la agresión, a la destrucción y también, por ende, a la crueldad” (Freud citado por Alfonso Wals, 2020).  Pero, ojo, la maldad no es la única respuesta del ser humano; hay otras que están del lado de la solidaridad y la resistencia de los sujetos frente a esta pandemia.

Algo que sí les ha recordado la pandemia a los seres humanos, es que ellos no son dueños de todo. “A fuerza de dejarnos convencer por el capitalismo de que podemos comprar todo y que tenemos derecho a todo, creíamos que nada malo nos puede pasar” (Alfonso Wals, 2020). ¿Volverá el sujeto a ser ese consumidor voraz que espera que sea el discurso capitalista después de la pandemia? El consumo de los recursos naturales continuará; es más, hay quienes piensan que esta pandemia es un efecto de la destrucción del medio ambiente, y, por lo tanto, vendrán más.

El ser humano no será mejor después de esta catástrofe. “No creo que se trate de que debamos ser pesimistas, pero sí de asumir la responsabilidad de cada uno en lo que se construya en adelante” (Alfonso Wals, 2020). Y, además, hay que estar atentos e esa “nueva normalidad”, en la que es muy posible que el establecimiento haga reformas laborales, en la salud, en la banca, etc., que restarán más derechos a los sujetos contemporáneos.

¿Y de la subversión política, qué? “La subversión se refiere a un acto que produce cambios con relación a las coordenadas simbólico-imaginarias. No se trata de revolución” (Alfonso Wals, 2020). Lacan establece una gran diferencia entre la revolución y la subversión. Para él, la revolución es volver a caer en el discurso del amo; es como dar una vuelta a las cosas de 360°. Y Miller (citado por Alfonso Wals) aclara lo siguiente: “El psicoanálisis es llevado a poner en valor lo que puede llamar las invariantes antropológicas más que a ubicar esperanzas en los cambios de orden político (…) El psicoanálisis no es revolucionario, sino que es subversivo, lo que no es lo mismo, y por razones que yo he esbozado, a saber: que va en contra de las identificaciones, los ideales, los significantes amo…”.


492. Política, ecología y psicoanálisis

Se sabe que «el discurso político se vale de la identificación para crear la ilusión de cierta consistencia» (Laurent, 2020); a esa homogenización que produce la identificación se opone el síntoma, ese obstáculo que pone a marchar mal al sujeto, incomodando al sistema o al discurso imperante. Pero, ¿qué está haciendo la política de hoy para ponerle un límite a ese empuje al goce -léase sociedad de consumo- al que nos ha llevado la declinación del nombre del padre como función -léase la tradición y los los sistemas de moral existentes-? Ya existen movimientos sociales que luchan, por ejemplo, contra el ya famoso Black Friday, el cual es «una insignia formidable del empuje al goce. En un día vamos a gastar millones de dólares en todo el planeta en cosas que no son necesarias» (Laurent, 2020). Ese consumismo alocado es el que ha llevado a la crisis climática, producto de la industrialización y el consumo de los recursos naturales para responder a las demandas del consumidor contemporáneo y a la ambición del ser humano. Por eso es importante que la política de hoy incluya el tema ecológico, una política que pueda «inventar límites que giren alrededor de la búsqueda de algo que permitiría hacer cesar este empuje que aparece de manera tan destructiva, tan superyoica» (Laurent).

Ya se escuchan discursos hablando de la política del bien, esa que apunta al cuidado del único hogar con el que cuentan los seres humanos -el planeta tierra-, versus la política del mal, esa que busca seguir con la explotación de los recursos naturales -el petróleo por ejemplo-, explotación de la que se venefician económicamente unos pocos, acentuando la desigualdad y la inequidad que se observa en el mundo: «el 10 por ciento más rico de la población mundial gana hasta el 40 por ciento del ingreso total. Algunos informes sugieren que el 82 por ciento de toda la riqueza creada en 2017 fue al 1 por ciento de la población más privilegiada económicamente, mientras que el 50 por ciento en los estratos sociales más bajos no vio ningún aumento en absoluto» (Noticias ONU, 2018). Así pues, ya lo importante no es ser de izquierda o de derecha, sino, estar del lado de las políticas que apuntan a la implementación de recursos renobables, o continuar con la destrucción de la vida en este planeta.

El problema es que los líderes políticos que hoy se eligen -como Donald Trump o Jair Bolsonaro- son líderes populistas, descritos por Freud en su texto Psicología de las masas, líderes que autorizan la pulsión de muerte, el odio (Laurent, 2020). Anteriormente los sistemas de la tradición religiosa y el autoritarismo paternalista tenían el poder de funcionar como límites a ese empuje hacia lo peor de la pulsión de muerte; pero hoy, con la declinación del nombre del padre, esa función que antes le ponía un límite a ese empuje, ya no va más. «Ahora la mezcla de Bolsonaro de la Biblia, las balas y el buey con la devastación del Amazonas para producir más soja, demuestra que la religión no funciona más como un sistema de límite» (Laurent). Hoy también la religión funciona más como un empuje al goce; por eso los políticos están llamados a inventar nuevas formas de encontrar límites a ese empuje superyoico, y los votantes están llamados a elegir a conciencia a sus líderes, lo cual suena bastante utópico en un mundo en el que el sujeto vale más por lo que tiene y aparenta, que por lo que es; Freud mismo no creía ni en la superación ni en el progreso; él «no albergaba la más mínima esperanza sobre el ascenso de la razón» (Dessal, 2014). Así pues, se puede esperar lo peor tanto de los votantes como de los políticos de hoy.


475. Las tres respuestas del niño al deseo de la madre

El psicoanálisis lacaniano nos enseña sobre los tres lugares que puede ocupar el niño frente al deseo de la madre. El deseo de la madre se constituye en uno de los elementos clave en la relación del niño con un Otro significativo; el otro elemento es el Nombre del Padre, esta función simbólica que se separa del padre de familia y que hace posible la sustitución de la ley caprichosa de la madre, por la ley simbólica representada en la prohibición del incesto. Las tres posiciones del niño frente al deseo de la madre son: el niño como falo, el niño como síntoma y el niño como objeto en el fantasma de la madre. Cada una de estas posiciones determinan la estructura clínica del sujeto: perversión, neurosis y psicosis respectivamente.

El niño como falo de la madre es un niño que responde con una identificación al objeto de deseo de la madre: el falo, es decir, que la madre hace de él su objeto maravilloso, poniéndolo por encima del padre. Se trata de madres que sustituyen el deseo por el padre, o cualquier otro deseo, por el deseo por su hijo; su hijo se constituye en el bien más preciado, más que cualquier otra cosa. Se trata aquí de madres que suelen ser muy sobreprotectoras y alcahuetas con sus hijos, que hacen todo por ellos, y que hacen con ellos lo que se les antoja, es decir, dictan sobre ellos una ley absolutamente caprichosa. El destino para ese niño identificado al objeto de deseo la madre es la perversión, ya que, en esa posición, al lado de una madre que no se muestra en falta, deseante, sino como completa y satisfecha con su posesión -su hijo-, no hay lugar para la castración de ese niño, es decir, para la inscripción de la falta que lo hará un sujeto deseante. Cuando una mujer se reduce a ser solo mamá, el niño queda atrapado en su deseo como objeto fálico, situación que le dificulta el poder pasar a ser un sujeto a cabalidad.

El niño como síntoma de la madre tiene que ver, más específicamente, con el niño que se constituye como síntoma de sus padres; y esto es algo estructural, es decir, el niño es producto de ese malentendido estructural que se da entre los padres, ya que el niño es producto del parloteo de sus padres, parloteo de un par de sujetos que no hablan la misma lengua, que difícilmente se ponen de acuerdo; hombres y mujeres parecen de especies diferentes, ya que no hablan la misma lengua, no se entienden entre ellos, por eso en toda relación de pareja está tan presente el malentendido, y el niño, se puede decir así, es producto de ese malentendido, es decir, un síntoma de la pareja parental. El niño se constituye, entonces, en un síntoma de los problemas y las dificultades que se presentan entre los padres, así pues, en muchos casos los síntomas neuróticos de los niños son la respuesta a ese malentendido estructural que hay en la pareja parental. Y casi que se podría concluir que todo sujeto neurótico es un síntoma de la relación de pareja.

Y el niño como objeto del fantasma de la madre es, en este caso, el niño que no es un objeto maravilloso, deseado, sino más bien un objeto de desecho. Esta situación se da cuando el niño no encuentra un lugar en el deseo del Otro, no encuentra un espacio en el deseo de la madre. El niño, aquí ya no se encuentra frente a un Otro deseante, en falta, sino que más bien se encuentra frente a un Otro que goza, un Otro completo, con una voluntad de goce tal que toma al sujeto como puro objeto de ese goce. Esto lo que produce es que el Nombre del Padre, ese significante fundamental que le permitiría al sujeto organizar su subjetividad de una manera “normal”, queda rechazado, forcluído, determinando “el defecto que condiciona la psicosis, es decir la ruptura del armazón del sujeto.” (Valiente, 1990, p. 102). Así pues, el sujeto psicótico ocupa el lugar de objeto en el fantasma del Otro, y en ese sentido, se trata de un sujeto que no es deseado como tal, no es deseado como sujeto, pasando más bien a ser un puro objeto de desecho.


462. ¿La corrupción es inherente al ser humano?

Esta frase, dicha por uno de los hermanos Nule –“la corrupción es inherente al ser”–, envueltos ellos en uno de los más famosos casos de corrupción en Colombia, denominado el carrusel de la contratación, parece ser acertada. Igualmente, Julio César Turbay, expresidente de Colombia, decía de la corrupción que había que reducirla “a sus justas proporciones”, y Wiston Churchill, primer ministro del Reino Unido, también decía que “un mínimo de corrupción sirve de lubricante que beneficia el funcionamiento de la máquina de la democracia”. Así pues, la corrupción parece algo estructural, algo constitutivo del ser humano. ¿Por qué? ¿Por qué la corrupción pareciera hacer parte de la condición humana? Bueno, no solo la corrupción; también la envidia, el egoísmo, la mentira, la trampa, el engaño, etc. (H, 2011) La naturaleza humana es compleja, y en el fondo –esto lo sabe muy bien el psicoanálisis– todos llevamos adentro un demonio.

Se piensa que el ser humano busca su propio bienestar y el de los demás, pero el psicoanálisis verifica, una y otra vez, que lo malo no solo es lo perjudicial y dañino para un sujeto, sino también lo que anhela y lo que en muchas ocasiones le brinda placer. Se trata, por supuesto, de un extraño placer, de una satisfacción que está del lado de la maldad y no del lado del bienestar. Este es el descubrimiento más importante del psicoanálisis: que en todo sujeto hay un empuje, un gusto por el mal; es lo que el psicoanálisis denomina en su teoría como «pulsión de muerte».

Así pues, el demonio, personaje que en la cultura occidental ha encarnado al mal, es situado por el psicoanálisis en un lugar preciso: dentro de cada sujeto. Sólo hay que observar los noticieros de televisión para saber que hay un impulso diabólico en los seres humanos. De aquí la importancia de la ética, es decir, de la enseñanza de los valores éticos dentro de una sociedad, enseñanza nada fácil y llena de dificultades, ya que, de cierta manera, primero están esos impulsos demoníacos en el ser humano que sus valores éticos. ¿Por qué? Porque se trata de impulsos que responden a pasiones sin ningún tipo autocontrol en los seres humanos: su agresividad y sus impulsos sexuales (pulsiones). La ética la concibió Freud como una respuesta a ese impulso inherente que tienen los sujetos hacia el mal; él pensó a la ética como uno de los remedios, como una de las maneras de alcanzar lo que todo el resto del trabajo cultural no puede conseguir: el control de la inclinación de los seres humanos a hacer el mal, a agredirse unos a otros, etc. Él lo denominó «el ensayo terapéutico de la humanidad» contra esa fuerza maligna –léase pulsión de muerte– que lo habita.

Pero, y la corrupción, ¿a qué responde en el ser humano? Bassols (2014) la conecta con la culpa, partiendo de una historia contada por el humorista norteamericano Emo Philips: “Cuando era pequeño rezaba todas las noches para obtener una bicicleta nueva. Luego me di cuenta de que Dios no funciona así. Entonces robé una bicicleta y recé por su perdón”. El problema es que el sujeto contemporáneo, ese que habita hoy el discurso de la ciencia y el discurso capitalista, es «invitado» a satisfacerse con un sin número de objetos que el mercado le ofrece, es decir, es empujado a alcanzar un goce inmediato sin medir las consecuencias. Lo que pareciera no saber el sujeto es que gozar de un objeto –una bicicleta o cualquier otro objeto–, no lo absuelve de un pago, no lo deja impune –aquí es donde cabe la culpa–. Recuérdese que a eso que el psicoanálisis llama «goce» no es otra cosa que esa satisfacción que el sujeto alcanza cuando saca provecho de algún objeto, sea cual fuere éste: una bicicleta, el licor, el cigarrillo, la comida, el dinero, el semejante como objeto sexual, etc.; sacar provecho de un objeto es lo que Marx llamó «plusvalía», y lo que Lacan denominó, ya refiriéndose a la economía psíquica, como «plus de goce».

Así pues, «no hay goce impune. Tu deseo de bicicleta tiene un precio que no puedes negociar» (Bassols, 2014). Por eso si la robas, te sentirás culpable, solo que, si puedes rezar por el perdón, si puedes comprar el perdón, aquí encontramos el principio de toda corrupción (Bassols). Por eso las sociedades donde no se perdona todo, son menos corruptas, y allí donde se es más indulgente, la corrupción campea. Este es uno de los más graves problemas de nuestro país –y de muchos otros–, ese que la prensa denomina «crisis en la justicia penal»: si no se castiga adecuadamente al criminal, se exacerba la criminalidad. Hay que hacerle saber al corrupto que sus actos no tienen perdón, o que debe pagar por ellos. Una justicia efectiva, que sanciona al responsable de un mal de manera rápida y con un castigo que se corresponda con el mal causado, es fundamental si se desea reducir la corrupción y la delincuencia “a sus justas proporciones”, como diría Turbay. Si hay impunidad y/o perdón anticipado, esto lleva a la exacerbación de la corrupción y el delito: “ser pillo si paga” se dice ahora, parodiando una campaña dirigida a estimular la educación superior en estudiantes de bajos recursos.

¿Y por qué se viraliza la corrupción? Bassols (2014) responde: «la creencia en la reciprocidad del goce –si el otro lo hace, yo puedo hacerlo también–, la lógica del virus de la corrupción está asegurada, aún en el mejor de los mundos posibles». Si el otro saca provecho de un objeto, ¿por qué yo no podría también hacerlo? Parece tratarse de un fenómeno puramente especular (fase del espejo), como lo es la agresividad del sujeto; así pues, la agresividad –como la corrupción– es constitutiva de todas las relaciones que se dan entre el sujeto y sus semejantes. Esto se debe al modo de identificación narcisista del sujeto con su propia imagen, el cual, al percibir al otro más “completo” que él, esto desencadena en el sujeto una tensión agresiva con aquel, tensión que se manifiesta como rivalidad, celos, odio y ¡envidia!, envidia que lleva al sujeto a querer gozar del objeto del que el otro goza, «¡y yo no me puedo quedar atrás! O acaso Ud. no sabe quién soy yo?». El corrupto es un avivato, alguien que aprovecha la oportunidad para sacar algún provecho del otro, y cuando esto hace parte de la idiosincrasia de un país –como Colombia–, pues la corrupción campea. La viveza o malicia indígena se transmite en nuestra cultura como valor esencial desde la infancia, con su consigna “el vivo vive del bobo” y “no hay que dar papaya” (García Villegas, 2006); por eso se ve a la mayoría de los miembros de esta sociedad tratando de sacar ventaja, de sacar provecho del otro, más allá de cualquier ética ciudadana. Caso contrario a Japón, país donde un empresario es capaz de dejar de hacer un muy buen negocio si éste no favorece a la persona con la que está negociando; son otros los valores éticos que se trasmiten en esa sociedad, donde se piensa más en el otro que en el beneficio propio.

No sorprende, entonces, “que todos los historiadores que se han interesado en el fenómeno de la corrupción la conciben como un hecho ineliminable e inherente al ser humano, en todas las sociedades y culturas” (Bassols, 2014). La corrupción sería así “un fenómeno inextirpable porque respeta de modo riguroso la ley de reciprocidad” (Brioschi citado por Bassols). Según esta ley, ningún favor es desinteresado y siempre se podrá justificar el gozar de una prebenda ¡sin sentir culpa alguna! Si el otro lo hace –robar una bicicleta–, yo también puedo hacerlo, y sin sentirme culpable, ya que ¡todos lo hacen! Si el otro cobra una coima, o se pasa un semáforo en rojo, pues yo también lo hago, y si todos lo hacen, pues yo tampoco soy responsable, es decir, culpable. Y si además, el Otro –El Otro de la ley– perdona o no castiga debidamente… ¡apague y vámonos! O mejor preguntémonos, antes de robar la bicicleta: “¿por qué querrían ustedes entonces poseer esta bicicleta?” (Bassols).


460. El «continente negro»

El psicoanálisis nació a finales del siglo XIX, del encuentro de Freud con mujeres que padecían de síntomas histéricos. De hecho, la inventora de la técnica psicoanalítica –la asociación libre– fue una mujer, una “que le dijo a Freud: “Calle un poco, escuche lo que me hace sufrir y no puedo decir en otra parte”” (Bassols, 2016). Freud, por tanto, “se dejó enseñar por las mujeres. Le dio la palabra a la mujer reprimida por la época victoriana y planteó la pregunta: ¿qué quiere una mujer?” (Bassols); pregunta que Freud no pudo responder, es más, que nadie ha podido responder, porque hace parte de la constitución psíquica de las mujeres el no saber lo que quieren; ellas se identifican con la falta que es constitutiva del sujeto que pasa por la castración, el sujeto neurótico; por eso se presentan como seres en falta, seres que no saben con qué objeto llenar esa falta, o si lo saben –un hijo, un hombre, el estudio, el trabajo–, pues pueden errar, porque el deseo no se satisface con un objeto; no existe un objeto que pueda venir a satisfacer esa falta que llamamos deseo… ¡afortunadamente!, porque eso es lo que impulsa al sujeto a seguir buscando, e inventando, a ir más allá. Y si bien esto hace a las mujeres un tanto díscolas, pues es lo que hace a este mundo menos aburrido. ¿Aburrido?, ¡el mundo de los hombres!, un mundo calculado, predecible, obstinado, psicorrígido… ¿¡Qué sería de este mundo sin las histéricas!?

Por lo anterior es que Freud denominó a la mujer el “continente negro”, por tener una topografía desconocida, enigmática, oscura. Las mujeres suelen ser asimétricas al hombre; hay una asimetría radical entre los sexos, incluso a nivel de sus formas de gozar, incluido el goce sexual (Bassols, 2016). Es por esa asimetría que “el goce femenino sigue siendo hoy rechazado, segregado de múltiples formas” (Bassols). Esa asimetría es lo que explica, también, por qué Lacan formula que “La mujer no existe” y que “La mujer es el síntoma del hombre”. La primera fórmula “implica que cada mujer debe inventarse a sí misma, que no hay identificación posible a un modelo, menos todavía al modelo de la madre (Bassols). Esta fórmula se opone a la lógica masculina, regida por la lógica fálica, la lógica del Uno, esa que dice que “un vaso sea un vaso y una mujer sea una mujer, siempre según un concepto previo” (Bassols). Esto es lo que hace a los hombres seres elementales, obtusos, tercos, conservadores, predecibles y aburridos. Par un hombre un “sí” es un “sí”, y un “no” es un “no”; en cambio, para una mujer un “sí” puede ser un “no” y un “no” puede significar que “sí”. ¡Por eso los hombres no las entienden! “La feminidad es lo que hace que algo pueda ser siempre otra cosa distinta de lo que parece” (Bassols).

Y es también por lo anterior que los hombres piensan que las mujeres están locas; nadie las entiende, ni ellas mismas: ¡locas, brujas, pérfidas! ¡Continentes negros!, gritaría Freud. En efecto, si las mujeres son como locas es porque ellas tienen como pareja al Otro en falta, con el cual se identifican. Locas sí, pero no psicóticas, corrección que hace Lacan para distinguir esa condición femenina que las hace díscolas, pero no necesariamente inscritas en la estructura psicótica (Miller, 1998).