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536. ¿Todos autistas?

Hoy en día existe una tendencia a etiquetar a individuos como autistas; cualquiera parece ajustarse al espectro autista: Elon Musk, Lionel Messi, Bill Gates, Keanu Reeves, Tim Burton, Gustavo Petro, entre otros. Casi cualquier persona excéntrica o «rara» puede ser diagnosticada como autista sin una evaluación profesional adecuada. Pareciera que convertirse en autista está de moda, o tal vez, en última instancia, esto nos enseña que cada individuo puede tener algo de «raro», es decir, de autista, una suerte de «autismo generalizado». Dado que no hay un niño autista típico y cada niño es diferente, todos somos diferentes en algún aspecto singular.

De todos modos, a nivel clínico, es crucial ser preciso en el diagnóstico del autismo. El autismo se ha descrito como la soledad y la inmutabilidad; son niños inmersos en actividades repetitivas (Tendlarz, 2023). El niño parece encapsulado en una especie de burbuja, aislado de cualquier vínculo con los demás. De hecho, este es el primer signo de autismo en el niño: la incapacidad para establecer vínculos afectivos con sus cuidadores; se muestra ausente, sin prestar atención al otro. Por eso, muchos padres llevan a sus hijos en este estado a consultar al médico, pensando que están ciegos o sordos, ya que no miran al otro ni responden a su llamado. El médico, por supuesto, encuentra que el niño está bien de la vista y el oído, solo que está absorto en sí mismo.

En cuanto a las repeticiones, no son necesariamente obsesiones, sino intereses específicos que pueden utilizarse para conectar con el niño; es un funcionamiento singular que persiste a lo largo de la vida. Esto es algo que es muy importante respetar: las soluciones singulares que cada individuo autista elabora, sobre todo porque el trabajo analítico se apoya en ellas para desplazar el encapsulamiento autista en el que el niño se encuentra y así ayudarlo a incluirse en el mundo de manera efectiva. Por lo tanto, es crucial respetar la singularidad de cada individuo autista y su manera única de estar en el mundo (Tendlarz, 2023).

Junto al respeto por la singularidad de cada individuo, lo cual es válido para cualquier persona en este mundo, es fundamental hacer hincapié en la importancia de la inclusión y la lucha contra la segregación de estos niños. Desde la perspectiva psicoanalítica, se busca comprender esa singularidad y no ver al autista como un sujeto deficitario que debe ser entrenado para ser funcional.

El autista, entonces, es un sujeto que se aparta, que se cierra al intercambio con los demás, debido a una insondable decisión del ser que se proclama como identidad, según indica Lacan. «Cada uno de nosotros cae al mundo, al mar del lenguaje, y de allí no podemos salir, y aunque esto nos concierna a todos, la modalidad de respuesta a este hecho de estructura es absolutamente singular. Algunos reclaman a los otros para salir adelante, otros no, se apartan, se cierran al intercambio con los demás» (Coccoz, 2023). El autismo, desde la perspectiva lacaniana, se constituye en una posición de defensa extrema ante la realidad de la palabra misma; «se considera el autismo como un funcionamiento subjetivo, singular, una forma de ser, que permanece constante a lo largo de la vida, que no se cura, lo cual no significa que no se pueda atemperar, no significa que el sujeto que lo padece no pueda llegar a saber hacer con él» (Lagos, 2023).

Los aportes de Freud al entendimiento del funcionamiento del aparato psíquico nos enseñan a comprender las inhibiciones o pérdidas del interés en la vida, en el amor, en la comunicación, consideradas en las descripciones de los síntomas autísticos. Lacan nos enseñó que «el lenguaje hace el ser»», que el lenguaje es lo que nos da el ser, y esta es precisamente la gran dificultad del sujeto autista: tiene trastornado el hablar, el vivir, el amar, el gozar, el hacer. «Nadie puede proclamar su ser sin un nombre, ni encontrar o echar en falta las satisfacciones propias de la vida, sin gozar de la lengua que habla. Por eso, con el psicoanálisis nos ocupamos de saber sobre esa realidad y sobre las consecuencias que tienen las palabras sobre nosotros y nuestros próximos» (Cocozz, 2023).


511. Lo que el psicoanálisis enseña sobre cómo sancionar a los hijos

¿Cómo ponerle límites a las conductas indeseables de los niños? Es una pregunta que la psicología y la pedagogía han estado respondiendo desde hace ya bastante tiempo, recomendando y utilizando toda una serie de técnicas; sobre todo haciendo uso de métodos conductistas, creados por Skinner, y que se basan en el reforzamiento positivo (recompensas o premios) y negativo (eventualmente castigos, pero más apropiadamente, eliminar algo negativo tras la conducta deseada) para que los niños aprendan a comportarse como es debido (Figueroa, 2020).

El psicoanálisis ofrece un método de intervención de los comportamientos indeseables de los hijos, que tiene que ver con el vínculo afectivo que el niño establece con sus padres. Lo primero que hay que decir sobre dichos castigos, es que a un niño no hay que tocarle ni un pelo para sancionar su comportamiento. En efecto, el castigo físico es deplorable como método de intervención para corregir a los niños. La clave, en la que hace énfasis el psicoanálisis, para intervenir el comportamiento indeseable del niño, es el vínculo amoroso que todo niño establece con sus cuidadores. Esto significa que, si no hay un vínculo amoroso entre el niño y sus padres o cuidadores, éstos no podrán intervenir adecuadamente para corregir al hijo. Un niño que no ama a sus padres, no los respetará, y no hará caso a las sanciones que estos le dispongan. Es más, lo más seguro es que la respuesta del niño sea agresividad y desprecio hacia sus cuidadores.

Antes de explicar cómo proceder con el niño para sancionar sus conductas indeseables, hay que decir que, en un principio él no sabe distinguir entre lo que está bien y lo que está mal. Esa distinción le llega al niño desde el exterior, pero debe haber un motivo poderoso para que se someta a ese influjo exterior. Freud (1980/1929) dice que dicho motivo se lo encuentra en el desvalimiento y la dependencia del niño hacia sus padres; “su mejor designación es la angustia frente a la pérdida de amor. Si pierde el amor del otro, de quien depende, queda también desprotegido frente a diversas clases de peligros, y sobre todo frente al peligro de que este ser hiperpotente le muestre su superioridad en la forma del castigo. Por consiguiente, lo malo es en un comienzo, aquello por lo cual uno es amenazado con la pérdida de amor; y es preciso evitarlo por la angustia frente a esa pérdida. Importa poco que ya se haya hecho algo malo o solo se lo quiera hacer; en ambos casos, el peligro se cierne solamente cuando la autoridad lo descubre (…)” (Freud, 1980/1929, p. 120).

Resumiendo: la clave para que el niño cambie su comportamiento es la angustia que él experimenta ante la pérdida del amor de sus padres. Esto pareciera cruel, cruel para el niño, hacerle saber que, si no cambia su comportamiento, está en juego la pérdida del amor de sus padres, pero es el mecanismo más efectivo para que el niño cambie su comportamiento. Es por esto que se necesita del amor, de este vínculo afectivo con los padres, para que ellos puedan intervenir, con autoridad, el comportamiento indeseable de su hijo. Además, es más cruel para la vida de un niño enfrentar su proceso de socialización sin tener un control de sus comportamientos indeseables para la colectividad; un niño que hace lo que le venga en gana, va a sufrir mucho al enfrentarse a la sociedad. Por eso es tan importante que los padres pongan límite a sus impulsos, sobre todo los agresivos y los sexuales.

Paso entonces a explicar cómo pueden intervenir los padres para corregir a su hijo. Ante un comportamiento indeseable los padres están llamados a actuar, ojalá en el momento mismo en el que el niño es descubierto manejándose mal. Los padres le tienen que hacer saber a su hijo que lo que está haciendo tiene que terminar –por ejemplo, pegarle a su hermanito– y para eso se tienen que mostrar muy enojados, eso sí, sin tocarle un solo pelo; no hay que pegarle ni maltratarlo físicamente, basta con que se muestren muy enojados con él, es decir, basta con hacerle saber que, si se sigue comportando mal, está en juego la pérdida del amor de sus padres. Esto es muy importante, por eso los padres deben privar al niño de todos los gestos afectivos que le demuestran, es decir, no solo mostrarse enojados –lo cual puede ser un semblante que los padres adoptan–, sino retirarle al niño todo su afecto –no más caricias, besitos, palabras dulces, abrazos, etc.– hasta que el niño cambie su comportamiento –deje de pegarle a su hermanito–. Solo un padre que ama a sus hijos podrá ejercer su autoridad sobre ellos. Pasados unos días, los padres podrán de nuevo volver a manifestar su afecto al niño, haciéndole saber que se ha estado manejando muy bien. Si esa demostración de enojo la acompañan con privar también al niño de una actividad o un juguete que es de todo su interés –asistir a clases de fútbol, por ejemplo, o la consola de videojuegos–, el resultado será, no solamente muy efectivo, sino muy rápido: la próxima vez que el niño le quiera pegar a su hermanito, lo pensará dos veces, ya que sabe del enojo de sus padres y el riesgo de perder el amor de estos, y la privación de su actividad o juguete favorito.

Para terminar, es importante mencionar dos errores que comenten los padres en la aplicación de las sanciones a los hijos: primero, castigan al niño en la mañana, y en la tarde ya están demostrando su afecto y su amor al niño –recuérdese que los padres se deben mostrar enojados, así sea una actuación o un semblante, hasta que el niño haya cambiado su comportamiento indeseable; el niño debe tener muy claro que, por su mal comportamiento, está en riesgo la pérdida de amor de los padres–, y segundo, le quitan la actividad o el juguete hoy, y al día siguiente se lo están devolviendo. Cuando esto sucede, el niño ya sabe quién es el que tiene “la sartén por el mango”, y los padres pierden su autoridad.


508. Adoctrinamiento, educación y política: «el inevitable destino del psicoanálisis es mover a contradicción a los hombres e irritarlos»

A raíz de la explosión social y el paro nacional que se presentó en nuestro país (Colombia) desde el 5 de mayo de 2021, muchas instituciones educativas les recomendaron a sus docentes no asumir posturas que generen malestares entre los estudiantes y adoptar una actitud imparcial. Yo me pregunto, ¿esto es posible? ¿Acaso, siempre que se asume una posición, sobre todo de carácter crítico, frente a lo que sucede de injusto en un país, esto no generará algún malestar en muchas personas? Colombia es uno de los países con mayor corrupción:

“El Índice de Percepción de Corrupción (IPC) 2020 mide los niveles percibidos de corrupción en el sector público en 180 países a través de una puntuación con una escala de 0 (corrupción elevada) a 100 (ausencia de corrupción). En esta edición más de dos tercios de los países obtuvieron una puntuación inferior a 50. El promedio global se situó en tan solo 43 puntos. En este año Colombia obtuvo una calificación de 39 puntos sobre 100, y ocupa la posición 92 entre 180 países evaluados. Aunque, en esta edición el país consiguió dos puntos más que el año pasado, estadísticamente esta variación no es considerada como un avance significativo” (Transparency International, 2021, párr. 1). Y ocupaba el año pasado el segundo puesto en desigualdad en Latinoamérica (Pasquali, 2019); a estos problemas se le suman además el de narcotráfico: 1.137 toneladas de cocaína (Infobase, 2020), paramilitarismo: 35 masacres durante este año (El Espectador, 2021), desplazamientos forzosos: 8 millones (El Tiempo, 2019), falsos positivos: 6402 (La silla vacía, 2021), pobreza: 42.5% (Dane, 2021), etc. ¿Cómo tapar el sol con un dedo?

La justificación para ser imparcial es no adoctrinar a los estudiantes. ¿Acaso no se los adoctrina cuando se les enseña una teoría? Adoctrinar, según la RAE (2020), significa “inculcar a alguien determinadas ideas o creencias”. Yo, por ejemplo, creo en el inconsciente, con lo difícil que es creer en esto, y enseño el discurso psicoanalítico, en el que me he formado como profesional y en el que creo. ¿No estoy adoctrinando a los estudiantes cuando les enseño las ideas del psicoanálisis, aportando los argumentos necesarios para justificar los conceptos en los que dicho discurso cree? Además, siempre que se adopta una posición desde este discurso, o se piensa una situación de la realidad humana desde el psicoanálisis, muchas veces esto genera algún malestar en las personas, al fin y al cabo, como bien lo indica Freud en Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico (1914), «el inevitable destino del psicoanálisis es mover a contradicción a los hombres e irritarlos» (p. 8). Y los irrita porque el psicoanálisis es crítico con todo lo que abarca al ser humano: sus ideales, sus creencias, sus pensamientos, la posición que asume en la vida.

Entonces, con relación a asumir posturas, ¿por qué se censura hablar de la realidad política de un país con la idea de que no hay que adoctrinar a los estudiantes en determinada corriente política? ¿Acaso no se lo adoctrina, también, cuando se le enseña neuropsicología, cognitivismo, humanismo, psicología clínica o psicología social? Ahora bien, se le inculca toda una serie de teorías y conocimientos a los estudiantes, y se le deja a él, como sujeto de pleno derecho, la posibilidad de elegir en que corriente y en qué ámbito de la psicología se va a inscribir; es él el que elige, aunque muchas veces se trata de una elección forzada, es decir, porque toca. Ahora bien, es muy diferente un adoctrinamiento en el que se obliga al otro a creer lo que se le inculca, como sucede, por ejemplo, con el adoctrinamiento en una religión en los niños desde el momento en que nacen, o el adoctrinamiento que reciben unos niños cuando los recluta una guerrilla, a la transmisión de un conocimiento a sujetos que ya hacen uso de un pensamiento crítico. 

“El adoctrinamiento es en cierto grado inevitable en la enseñanza padre-hijo, pues los seres humanos son animales sociales que inevitablemente se ven afectados por el contexto en el que se desarrollan. Sin embargo, esto puede ser mitigado por prácticas que favorezcan el libre pensamiento y el uso de la razón crítica, siendo esta la principal diferencia entre el adoctrinamiento y la educación: el primero, a diferencia de la educación, nunca pretende convertir al sujeto en un individuo autónomo con juicio propio, sino que se caracteriza por la fe ciega y la ausencia de pensamiento crítico” (Wikipedia, 2021, párr. 2).

Así pues, el adoctrinamiento es una práctica educativa ejercida por una autoridad, la cual busca infundir determinados valores o formas de pensar en los sujetos a los que van dirigidas, por lo tanto, el adoctrinamiento está necesariamente ligado a la educación; aquel siempre soporta procesos educativos, pero se espera que la educación, esa que apunta a la libre expresión de las ideas, de forma democrática y multicultural, no se convierta en un adoctrinamiento. Entonces, volviendo a las preguntas iniciales, ¿se adoctrina cuando se habla de la realidad política de un país?

Lo que suele suceder en toda sociedad, es que el conflicto es muy mal visto; pero los conflictos sociales se constituyen, a su vez, en el motor de toda sociedad. Por esta razón, cuando se enseña a pensar críticamente, se espera que dicho razonamiento desestructure lo que se denomina el «sentido común». Las ciencias sociales y humanas, pienso yo, así como nos lo enseña el psicoanálisis y la filosofía, sirven para desestabilizar, desestructurar dicho «sentido común». 

“¿Qué es el sentido común? Heidegger dice que el sentido común es el impersonal «se»: pensamos lo que se piensa, sentimos lo que se siente, deseamos lo que se desea, creemos en lo que se cree, hasta amamos como se ama; uno cree que ama, y que es espontáneo, autónomo, auténtico, que uno es dueño de sus sentimientos, y cada vez más te vas dando cuenta que en realidad no estás amando, sino que estás inserto en un sistema que previamente delinea y define las formas de amar, y uno cuando ama no hace más que reproducir, repetir formatos previos que nos condicionan” (Sztajnszrajber, 2021).

Igual sucede con lo que se piensa, con lo que se siente, lo que deseamos, ¡y todo en lo creemos! Es decir, hay un Otro generalizado (Berger y Luckmann, 1986): el sistema, el establecimiento, la institución, la estructura social, que, primero, nos preexiste, y segundo, determina casi todo lo que nosotros somos como seres humanos en el mundo que nos tocó. Eso es tremendo; si seguimos con el ejemplo del amor, todos nos podemos hacer esta pregunta: ¿por qué amo así?, ¿quién me enseñó que es de este modo y no de otro? Y lo que sucede cuando alguien quiere salirse de ese “sentido común” (la forma como espera el Otro que tu ames), es que pasa a ser un subversivo, un anómalo, un enfermo (Sztajnszrajber, 2021), un loco o un delincuente. 

Es por esto que el psicoanálisis, al igual que la filosofía, son discursos subversivos, porque interrogan al establecimiento. Pero incomodar es muy importante y necesario, y, sobre todo, incomodarse a uno mismo. Y lo que te van a enseñar estos discursos es que lo que tú crees de manera natural, normal, también es una construcción, es un efecto de algo que trasciende al sujeto, y que ese Otro, que no es otro que el establecimiento, lo establecido socialmente, es lo que te exige determinados comportamientos. Y eso determina lo que se puede denominar, la agenda cotidiana, la misma que repiten los medios de comunicación, “la agenda diaria que está fijada de acuerdo a ciertos intereses; esto ya de por sí es absolutamente cuestionable. Lo que la filosofía ve es algo mucho más estructural, lo que son los formatos; no tanto lo que se discute en un programa de panelistas, sino la “panelización” de nuestro cerebro, o sea, la “panelización” del discurso público. Es fundamental entender que hay un problema de formato, el formato que está instalado y que la filosofía permanentemente trata de desarmar, de deconstruir, es un formato que estructura, una realidad siempre binaria, siempre jerárquica, siempre con amigos y enemigos” (Sztajnszrajber, 2021).

De ahí la importancia de correrse de esa agenda pública, esa que nos transmiten los medios de comunicación. “La televisión educa, no solo la escuela, un presentador de televisión diciendo pavadas también educa, y educa en pavadas” (Sztajnszrajber, 2021). Igual sucede con los docentes en sus clases. Por eso, si se enseña a pensar críticamente, eso implica, no solo dudar de todo, sino deconstruir el mundo, ese mundo que se nos presenta, o se nos vende, como un mundo en calma. Es el poder del establecimiento, y no hay poder más eficiente que aquel que no se ve; se trata de un poder que nos anestesia, para que el sistema funcione en su comodidad, en su tranquilidad, “el poder es siempre farmacológico (…) Y qué difícil es moverse de eso, ¿quién se va a mover de esos lugares tan acomodados? Pero un día, todo explota, del modo a veces más inusual. Foucault decía: donde hay poder, hay resistencia” (Sztajnszrajber). 

Es lo que ha sucedido en Colombia, pero también en Chile, Bolivia y ahora Cuba, y en su momento en Argentina, Perú, Ecuador y EEUU. El poder funciona normalizando sus intereses y reproduciendo sus privilegios. Por eso, cuando se devela cómo funciona el establecimiento, se asume una posición política, y eso no le va a gustar a muchos, sobre todo a los que están adormecidos, acomodados, los que cumplen con la agenda pública, todos los que están insertos en ese sistema denominado «sentido común»; por eso el que se siente ofendido es el que no quiere renunciar a un privilegio. “La política es para el otro, no es para defender lo propio. Si no es para el otro, es negocio” (Sztajnszrajber, 2021). Y “por eso la lucha es contra el sentido común, ese sentido común que es visto como algo positivo y que condiciona la forma de pensar, que establece etiquetas acerca de lo que está bien y lo que está mal, lo normal y lo anormal, lo correcto y lo incorrecto; todos esos binarios hay que desarmarlos” (Sztajnszrajber, 2021). 

Y como dice Sztajnszrajber (2021), no se lucha para ganar, se lucha para luchar, para incomodar, para cuestionar, para irritar, para pensar, y de todos modos siempre habrá quien se irrite y se sienta mal, ¿cómo evitarlo? Se espera, eso sí, que el que sienta algún malestar, responda con argumentos y respete al otro a pesar de las diferencias que puedan tener, y no simplemente disparando. ¿Y para qué hacer todo esto? Para, tal vez, así poder cambiar el establecimiento, así sigamos del lado de los derrotados, los segregados, los discriminados, los desposeídos. ¿No es de este lado que se deberían, en un sentido ético, poner las universidades, y más si son católicas? Lo que me lleva a preguntarme: ¿cuál es el papel que debe cumplir la universidad frente a sus alumnos, cuando hay un estallido social de reivindicación de derechos como el sucedido aquí en Colombia en este momento? ¿La universidad quiere sujetos adormecidos, o sujetos críticos y despiertos?

¿Y cuál la posición del psicoanálisis ante este tipo de fenómenos político-sociales? ¿Acaso la tarea del psicoanálisis no es “llamar la atención sobre las mentiras de la civilización” (Laurent, 2007)? ¿Acaso los psicoanalistas no están llamados a entender cuál fue su función y cuál le corresponde ahora? “Nuestra práctica clínica tiene como partenaire permanentemente a la civilización contemporánea. Por eso un psicoanalista –como dice Lacan– debe estar a la altura de la subjetividad de su época” (Delgado, 2011): “Mejor que renuncie quien no pueda unir su horizonte a la subjetividad de la época. ¿Cómo podría hacer de su ser el eje de tantas vidas aquel que no supiese nada de la dialéctica que lo lanza con esas vidas en un movimiento simbólico?” (Lacan, 2003, p. 209).


486. Sobre la transferencia de afectos en Freud

¿Se interesa el psicoanálisis en la vida afectiva de los seres humanos? Los que hacen una crítica al psicoanálisis, suponen que él es muy racionalista, ya que invita a pensar, a razonar, a saber sobre la causa del sufrimiento y los síntomas neuróticos -lo cual es cierto-. Pero el mismo Freud decía: «como psicoanalista debo interesarme más por los procesos afectivos que por los intelectuales, más por la vida anímica inconciente que por la conciente» (1914, p. 246). Claro, y sobretodo porque a la cura se entra por la puerta del amor (Miller, 1989). La transferencia misma, ese conjunto de afectos que se presentan entre el paciente y el analista, no es otra cosa que amor; amor de transferencia, la llamó Freud. En efecto, Freud, observa cómo los pacientes transfieren una serie de afectos a la persona del analista, repitiendo «relaciones anteriores con otras figuras, especialmente con los progenitores» (Evans, 1996).

¿Qué mejor texto para explicar esa transfernecia de afectos que el de Sobre la psicología del colegial (1914)? Aquí Freud se ocupa de la transferencia, ya no sobre la persona del analista, sino del profesor. Freud describe en este texto el interés que demuestran los estudiantes hacia sus profesores y cómo aquellos los cortejan o se apartan de ellos, les manifiestan simpatías o antipatías, se fijan en su carácter y provocan intensas revueltas, o simplemente se asume frente a ellos la más total sumisión; se espían sus pequeñas debilidades y se sienten orgullosos por su saber y su sentido de la justicia (Freud).

La explicación en Freud no se deja esperar; él dirá que las actitudes afectivas hacia otras personas, tan relevantes en la posterior conducta de cada sujeto, quedan establecidas en una época temprana de la vida: «Ya en los primeros seis años de la infancia el pequeño ser humano ha consolidado la índole y el tono afectivo de sus vínculos con personas del mismo sexo y del opuesto; a partir de entonces puede desarrollarlos y trasmudarlos siguiendo determinadas orientaciones, pero ya no cancelarlos. Las personas en quienes de esa manera se fija son sus padres y sus hermanos. Todas las que luego conozca devendrán para él unos sustitutos de esos primeros objetos del sentimiento» (Freud, 1914, p. 248-49). Así pues, todas las personas que posteriormente conoce un sujeto -médicos, terapéutas, jefes, educadores y hasta la pareja que se elige-, todas ellas reciben esa herencia de sentimientos que vienen de las primeras relaciones de objeto que se establecen en la primera infancia al lado de los padres y cuidadores.

Así pues, cuando un sujeto siente simpatía o antipatía hacia una persona o su docente, a cuya adquisición ellos han contribuido poco, ese sentimiento no es gratuito; se ha producido una transferencia de afectos desde esos primeros objetos de amor y odio (ambivalencia de sentimientos) que se consolidan en la primera infancia, hacia las personas que se conocen ahora, en el presente; igualmente, «toda la elección posterior de amistades y relaciones amorosas se produce sobre la base de huellas mnémicas que aquellos primeros arquetipos dejaron tras sí» (Freud, 1914, p. 249).

Se comprende ahora lo que sucede en el encuentro con los maestros -y las demás personas que se conocen en la vida adulta-. Ellos se convierten en sustitutos del padre o de la madre y se transfiere sobre ellos el respeto y las expectativas de los padres de aquellos años infantiles, y se empieza a tratarlos como a los padres en casa. Se les dirige sentimientos tiernos o agresivos, es decir, se les sale al encuentro con la ambivalencia de sentimientos que se adquirieron en la familia, y con el auxilio de esta actitud se combate con ellos como se estába habituado a hacerlo con los padres en la primera infancia (Freud, 1914).


474. «La agitación y el movimiento son propios de la infancia»

Hasta el día de hoy, no existen evidencias científicas «de que eso que llamamos TDAH sea algo rigurosamente establecido desde el punto de vista científico. Ni marcadores biológicos ni evidencias genéticas» (Ubieto, 2018). En efecto, el mismo DSM IV dice lo siguiente: “Esta entidad clínica descarta toda base orgánica, no hay pruebas de laboratorio que hayan sido establecidas como diagnósticas en la evaluación clínica del trastorno por déficit”, es decir que no hay un daño neurológico, no hay una lesión cerebral real. Entones, ¿por qué se sigue diagnosticando el trastorno de hiperactividad? El inventor de este término, Leon Eisenberg, dijo poco antes de morir, a sus 87 años, que el TDAH es una enfermedad ficticia, que él la inventó para responder a un síntoma que se viralizaba a mediados del siglo XX. Se trata de niños que encuentran dificultades para aprender, porque son inquietos, no prestan atención, no obedecen, son distraídos, es decir, niños que hacen demandas que habría que atender con inmediatez, antes de que hagan un berrinche. Probablemente los niños no harían berrinche si los padres no corren a atender sus demandas. Así de simple.

El TDAH es un síntoma que se presenta fundamentalmente en el contexto educativo, ya que este le hace a los niños un sinnúmero de demandas: atención, obediencia, quietud, disciplina, etc. Pero, ¿qué niño no es inquieto? «La agitación y el movimiento son propios de la infancia y no tienen, en ellos mismos, nada de patológico» (Ubieto, 2018). Los niños inquietos, es decir, casi todos, enfrentan una serie de dudas e inquietudes que son normales durante su desarrollo, «preguntas del tipo ¿qué lugar tengo yo en ésta familia? ¿Qué soy, como hijo, en el deseo de mis padres? ¿Perderé su amor si les fallo o me confronto a ellos? ¿Por qué prefieren a mi hermano/a?» (Ubieto). Todo niño se ve enfrentado a resolver estas preguntas que tienen que ver con su ser y su existencia dentro de una familia o contexto que lo acoja y le brinde lo necesario, no solo para sobrevivir, sino, sobretodo, que le brinde amor. Lo más importante para todo niño, desde el momento que nace, es sentirse amado.

Para responder esas preguntas que los angustia y los agita, el niño recurre a sus recursos simbólicos, es decir, el lenguaje y la palabra; pero si estos recursos son precarios, «sea por la edad u por otras razones, siempre les queda el paso al acto, “hablar con el cuerpo” para encontrar alguna respuesta o al menos tranquilizarse» (Ubieto, 2018). En efecto, en ocasiones, cuando el niño está muy agitado y no se calma, estamos frente a un niño que sufre por algo, algo a lo que le falta ponerle palabras; por eso hay que buscar la manera de escucharlo. «Allí es donde debemos poner nuestros esfuerzos clínicos y, cuando sea necesario, recurrir a la medicación» (Ubieto). Lacan ya lo había señalado en «Dos notas sobre el niño»: la posición del niño responde a lo que hay de sintomático en la pareja; de cierta manera, el niño es el síntoma de los padres, es el síntoma de lo que no marcha en la relación de pareja.

Para los padres es un alivio que su hijo necio, que no se queda quieto y hace berrinches, sea diagnosticado con TDAH, ya que esto los desresponsabiliza de lo que le puede estar pasando al niño; y a su vez, el niño queda desresponsabilizado de su comportamiento hiperactivo: «no soy yo, es mi trastorno». No deja de ser un alivio para todos «reducir todo este embrollo a una cuestión objetiva y localizada en el cerebro o el cuerpo, como cualquier enfermedad» (Ubieto, 2018); pero como ya vimos, no hay evidencias científicas que den cuenta de dicho trastorno, por más que los neuropsicólogos así lo afirmen, mostrando los escaners o electroencefalogramas del niño. Ya Lacan lo advertía, en 1946: «los riesgos futuros no vendrían de la indocilidad de las personas sino de la pasión por etiquetar y reducir las complejidades humanas a categorías simples» (Ubieto). Lo que pasa es que a los neuropsicólogos se les olvida que lo subjetivo existe e insiste, que la subjetividad no se reduce al cerebro. ¿Qué es lo subjetivo? Pues lo psíquico, el psiquismo, eso tan extraño que llamamos la «psique» y que es el objeto de estudio de la psicología, eso que no se localiza en ningún lugar del cerebro, así se necesite de este para funcionar. Si el psiquismo y la subjetividad se redujera al cerebro, los psicólogos estudiarían medicina y la psicología no existiría.


461. ¿Existe el TDAH? «A hijo hiperactivo, padre sin autoridad»

Leon Eisenberg, el inventor del término “hiperactividad”, dijo poco antes de morir, a sus 87 años, que el TDAH es una enfermedad ficticia, que él la inventó para responder a un síntoma que se viralizaba a mediados del siglo XX. Se trata de niños que encuentran dificultades para aprender, porque son inquietos, no prestan atención, no obedecen, son distraídos, “elevados” e “himperativos”, como dicen algunas de sus madres al describir el trastorno, es decir, niños que hacen demandas que habría que atender con inmediatez, antes de que hagan un berrinche. Es un síntoma que se presenta fundamentalmente en el contexto educativo, que responde a las demandas educativas: atención, obediencia, quietud, disciplina, etc. Pero, ¿qué niño no es inquieto?, nos podríamos preguntar.

A mediados del siglo XX la causa de dichos comportamientos se asoció a un daño cerebral. Tomaban fuerza las neurociencias y los psicólogos se fueron a buscar la causa de los comportamientos en el cerebro. Con la hipótesis neurobiológica aparece el diagnóstico de hiperactividad y se constituye como un nombre contemporáneo para ese síntoma escolar (Ubieto, 2014). El problema es que no existen evidencias biológicas o genéticas que permitan diagnosticar el TDAH; “no hay ningún marcador biológico ni genético que de cuenta que el TDAH esté relacionado con lo que sería una enfermedad” (Ubieto). La prueba, el diagnóstico y la medicación, suelen estar en manos del neuropsicólogo, pero no hay un compromiso orgánico demostrado; hasta el mismo DSM-IV lo planteaba así: “Esta entidad clínica descarta toda base orgánica, no hay pruebas de laboratorio que hayan sido establecidas como diagnósticas en la evaluación clínica del trastorno por déficit”, es decir, no hay un daño neurológico, no hay una lesión cerebral real. “Una enfermedad es, precisamente, algo que debería tener marcadores biológicos pero no existe ni una analítica, ni ninguna prueba genética que nos permita decir eso respecto al TDAH” (Ubieto).

¿Entonces qué pasa con estos niños? Primero hay que decir que no hay dos niños iguales. Además hay que ir a buscar a qué responde ese síntoma en cada niño. Son muchos los casos en los que, tal y como lo plantea Lacan en «Dos notas sobre el niño», el síntoma del niño representa la verdad de la pareja parental, es decir, la posición del niño responde a lo que hay de sintomático en la pareja; de cierta manera, el niño es el síntoma de los padres, es el síntoma de lo que no marcha en la relación de pareja. ¿Y qué es eso que no anda bien en la pareja parental? La clínica psicoanalítica nos enseña que lo que no marcha bien en los padres del niño “hiperactivo” es el manejo de la autoridad, es decir, un padre que sepa ponerle un límite a los comportamientos indeseables del niño: sus caprichos, sus demandas “himperativas”, su necedad. La fórmula diría más o menos así: «Un niño hiperactivo es un niño sin autoridad», ó «a hijo hiperactivo, padre sin autoridad». El niño hiperactivo suele ser más bien un niño muy necio al que no se le han puesto límites. Eso sí, teniendo siempre muy en cuenta que “desde el punto de vista de cómo pensar el lugar que esos actos y conductas ocupan dentro de lo que es el psiquismo de un niño, no hay nunca dos niños iguales” (Ubieto, 2014).


437. ¿Cómo se forma un psicoanalista?

«Un diploma no autoriza a un analista. Mucho menos un diploma en psicología» (Pérez, 2015). El problema es que muchos egresados de los programas de psicología se autorizan como analistas, o hacen uso del dispositivo analítico como una herramienta más de intervención, o van a terapia durante un mes y ya se creen autorizados a psicoanalizar a otros, o hacen uso de un diván sin conocer el sentido de este mueble: ¡tener un diván en el consultorio no los hace psicoanalistas! Un diploma de pregrado o posgrado tampoco hace al psicoanalista, como si sucede con otras profesiones, como la psicología, el derecho, la medicina, etc. También existen profesiones que no requieren de títulos, pero si bien el psicoanálisis no requiere de uno, si demanda un gran compromiso y esfuerzo, sobre todo a nivel ético. Si bien «el psicoanálisis no es una psicología» (Pérez, 2015), tampoco es una filosofía o una ontología, aunque, paradójicamente, el psicoanálisis también aborda temas relacionados con estos discursos. Lo anterior no significa tampoco que el psicoanálisis no haga parte del campo «psi»; es más, el psicoanálisis es fundador de ese campo del conocimiento interesado en estudiar el psiquismo y el comportamiento del ser humano.

¿Qué es entonces el psicoanálisis? El psicoanálisis es una práctica clínica que busca tratar el sufrimiento del sujeto atravesado por sus síntomas; su herramienta de trabajo es la palabra del sujeto (Pérez, 2015). El psicoanálisis también es un método de investigación y un saber teórico formalizado sobre la condición humana. ¿Cómo se forma entonces un psicoanalista? Un analista es producto de su propio análisis, es decir, un psicoanalista se forma en un proceso de análisis personal con otro psicoanalista, un proceso que suele ser largo y dispendioso; al psicoanalista también lo forma el estudio de la clínica y la teoría psicoanalítica, y el control o supervisión que hace de sus casos una vez se autoriza a atender sus propios pacientes. Estos son los tres pilares de la formación de un psicoanalista: su análisis, sus estudios y la supervisión. La formación del psicoanalista se parece a la del músico: ¡es para toda la vida!

El psicoanálisis es una terapéutica distinta de las demás, así pues, el analista no hace sugestión ni da consejos. Freud rechaza las técnicas de la hipnosis porque se da cuenta que dirigiéndose al Yo, el psicoanalista no puede hacer otra cosa que sugestión. ¿Y los consejos, desde dónde se dan? Pues desde el saber del sujeto, sus experiencias, sus prejuicios e incluso desde las estadísticas que dan los estudios «científicos», es decir, se dan desde lo que denomina el psicoanálisis, el fantasma del sujeto. Para dar consejos, ni siquiera se necesita estudiar psicología. Si un psicólogo se dedica en su práctica a aconsejar o a dirigir la conciencia de sus pacientes, ha perdido su tiempo estudiando, porque esto es lo que hace una madre con sus hijos: aconsejarlos, indicarles el «buen camino». Un terapeuta no debe comportarse como un padre u un buen amigo, porque si así lo hace, está interviniendo desde su propio fantasma, esa Otra escena que guía sus decisiones y su destino; el fantasma es, en otras palabras, la manera como el sujeto ve e interpreta el mundo que le rodea, con sus prejuicios, esquemas mentales y paradigmas adquiridos en la educación recibida, lo que se denomina vulgarmente «psicología del sentido común». Es por esto que un analista, «debe «olvidar lo que sabe»: tiene la obligación de olvidarlo» (Pérez, 2015) ¡y hacerse psicoanalizar!


427. El orden de la enunciación.

Lo que demuestra el discurso psicoanalítico es que la paternidad es una consecuencia del lenguaje y que, en honor a lo natural, nada indica que un genitor pueda reconocer o saber que este es su hijo si a nadie se lo dicen, si no se lo escriben en significantes. Ningún genitor está en posibilidades de saber cuál es su hijo. Por eso el padre siempre es incierto. El padre es incierto porque depende del significante y depende de que sea una mujer la que diga: “Este es el padre de mi hijo”. Por el contrario, la madre es certísima.

Entonces, la condición de la transmisibilidad de la paternidad es el significante, y la condición de la transmisibilidad del padre es el decir de la madre. De parte del padre se espera una posición subjetiva que no se equipare con el creador de la ley. No hay nada peor que un padre juez, que un padre educador, que un padre militar, que un padre policía, identificado a esos lugares y no siendo semblantes de ellos.

Es muy posible que el padre educador tenga un hijo ineducable, que el padre policía tenga un hijo delincuente, que el padre militar tenga un hijo criminal, porque en esa posición de identificación el padre está en función de desmerecer la ley, de creerse la ley, cuando sólo la representa. Esto quiere decir que la ley se inscribe en la enunciación. La enunciación es diferente de los enunciados. Los enunciados de un sujeto no se confunden con su posición de enunciación. La posición de enunciación de un sujeto es algo no audible, sino algo que se indica, que se apunta, que se deja entrever como una posición subjetiva a partir de lo que dice. Puede que haya más transmisión de la que apunta al orden de la enunciación, es decir, que el orden de la enunciación es aquello que está indicado por el dedo de San Juan en el cuadro de Leonardo D´vinci. Es un lugar desde donde se puede escuchar un mensaje que viene del Otro. Ese lugar se instituye como un operador lógico de la ley, como Ley del Padre.

Cuando se desmenuza la estructura familiar, se logifica. A partir de allí se puede explicar que es lo que no anda; cuándo un síntoma viene a señalar, a indicar en nuestra estructura, dónde ha habido un elemento fallido. Así se puede dar cuenta de qué manera una intervención educativa, correctora, pedagógica, siempre lleva las de perder, porque no se puede corregir el lugar de la enunciación a partir de una intervención que pretenda enderezar los ángulos. Pero sí se puede incidir a nivel de la enunciación, a partir del psicoanálisis, es decir, en un proceso de palabras donde el sujeto recorre sus síntomas. Desandando el síntoma, llega a verificar y a producir un saber sobre aquello que entre la articulación lógica de los significantes del Nombre-del-Padre y del Deseo-de-la-madre, dejó para él algo en suspenso o de aquello que en el decir paterno dejó ver la impostura del padre con relación a la Ley; o en el decir de la madre que dejó ver su profundo desprecio por el padre rebajándolo a una posición en la que no merece respeto ni amor.


410. ¿Cómo criar a los hijos hoy?

La familia tradicional, de cierta manera, ha llegado a su fin. Además, se ha desplazado la forma como se articula la autoridad. A esto se le suma la separación entre acto sexual y procreación, por la procreación asistida y la legalización del matrimonio homosexual, por lo que ha surgido una pluralización de formas de vínculos entre padres y niños. Por eso hoy nos preguntamos: “qué es lo que se puede llamar familia alrededor de un niño” (Laurent, 2007), pregunta que vale tanto para las familias monoparentales como cuando hay dos personas del mismo sexo o varias personas que se ocupan del niño.

“Pensar la figura del padre hoy es un asunto crucial” (Laurent, 2007), incluso si el padre falta. Lacan distingue al padre como tal del Nombre del Padre, es decir, esa función que consiste en inscribir en el psiquismo del niño la ley de prohibición del incesto –que el niño sepa que su madre está prohibida como objeto de amor y de deseo– y la castración simbólica –que el niño sepa que él no es el que completa a la madre, que él no es “todo” para la madre-.

Ese padre que falta parece haber sido sustituido por la escuela. La escuela ha adquirido un papel muy importante en la crianza de los niños de hoy. La institución escolar “recoge a los niños y trata de ordenarlos a partir del saber” (Laurent, 2007); pero esto se le hace difícil a los niños, que no pueden quedarse sentados por horas en la escuela, cosa que no sucedía en otras civilizaciones (Laurent), terminando diagnosticados con déficit de atención o hiperactividad. Parece, pues, una epidemia, “el hecho de que hay más y más chicos que no pueden renunciar a este goce de cuerpo a cuerpo, de las peleas, la agresión física” (Laurent), lo que hoy se denomina “bullying”, situación que se termina interpretando como que los niños no soportan las reglas.

Si la escuela ha ocupado el lugar de los padres, es también porque éstos, gracias a la precarización del mundo del trabajo, están ocupados buscando cómo sobrevivir. Los niños, de cierta manera, están en un estado de abandono y el único que se ocupa de ellos es el televisor, el computador, la consola de juegos o el celular. Antes los niños tenían madres que se ocupaban de ellos, ahora se ocupa de ellos el televisor o el PlayStation (Laurent, 2007). La escuela, entonces, es la que articula la función paterna: “los maestros aparecen como representantes de los ideales y esto agudiza la oposición entre niño y dispositivo escolar” (Laurent).

Estamos, pues, en una época en la que ya nada vale como discurso, por eso hay tanta violencia: el único interés es atacar al otro. Ese desfallecimiento del padre en la contemporaneidad, que se lee en el discurso contemporáneo de las ciencias sociales y humanas como crisis de los ideales o crisis de valores, no se ha desvanecido. “¿A qué deberíamos prestarle atención? Hoy vemos un llamado a un nuevo orden moral, apoyado en el retorno de la religión como moral cotidiana” (Laurent, 2007). Se tiende a pensar que “para volver a obtener una cierta calma en la civilización se necesita multiplicar las prohibiciones, que la tolerancia cero es muy importante para restaurar un orden firme, que la gente tenga el temor de la ley para luchar contra sus malas costumbres” (Laurent). Pero el psicoanálisis sabe que toda moral conlleva un revés: un empuje superyoico a la transgresión de la ley. Cuando se presenta la ley como prohibición, esto provoca un empuje a la autodestrucción o la destrucción del otro que viene a prohibir.

¿Cómo criar entonces a los hijos en ésta época? Primero que todo, no hay que abandonarlos; hay que acompañarlos en sus búsquedas; hay que hablarles, comunicarse con ellos, para que entiendan que, si bien hay una ley que prohíbe, ella también autoriza otras cosas. “Hay que hablarles de una manera tal que no sean sólo sujetos que tienen que entrar en estos discursos de manera autoritaria, porque si se hace esto se va a provocar una reacción fuerte con síntomas sociales que van a manifestar la presencia de la muerte” (Laurent, 2007). Y segundo, hay que criar a los hijos “de una manera tal que logren apreciarse a sí mismos, que tengan un lugar, y que no sea un lugar de desperdicio” (Laurent), es decir, hacerlos sentirse queridos, amados, apreciados, que tienen un lugar en la familia, sea cual fuere su conformación, y un lugar en el mundo.


408. El imperativo del éxito y el deseo de saber.

El filósofo coreano-alemán Byung Chul Han ha alertado sobre el síndrome de fatiga crónica que padece la población trabajadora del mundo contemporáneo; dicha fatiga no es más que un «correlato del imperativo moderno a vivir sin límites, a extraer de la vida lo máximo (lo cual suele ser casualmente lo más caro)» (Dessal, 2014). Son varios los imperativos que acosan al sujeto en esta hipermodernidad; «vive la vida loca», el título de la famosa canción de Ricky Martin, resume bastante bien lo que demanda la cultura de hoy: vivir sin límites. Y a esto hay que sumarle, también, toda una serie de exigencias para alcanzar el éxito: hoy hay que ser emprendedor, productivo, eficiente, consumidor y feliz. Incluso, a pesar de todo el peso de la cultura sobre el sujeto con sus demandas, ¡hay que ser también feliz! Pero «la obligación de ser feliz es agotadora, como la de ser un consumidor modélico, o un triunfador» (Dessal).

Ya desde pequeños, los niños son sometidos a una serie de exigencias para asegurar el éxito desde el comienzo de la vida. Así, por ejemplo, en los Estados Unidos los padres de clase alta entrena a sus hijos, en compañía de psicólogos y pedagógos, para que puedan pasar las severas pruebas que les imponen en las guarderías de elite (Dessal, 2014). La competencia en la vida comienza bien temprano, lo cual no deja de ser aberrante, aunque parezca tener sentido. «¿Es delirante? Por supuesto que lo es. Tan delirante como el concepto de triunfo social. Se habla mucho de los niños hiperactivos. Pero muy poco de los padres hiperactivistas, que imponen a los hijos una agenda diaria extra escolar más ocupada que la de un ejecutivo de Wall Street: clases de música, idiomas, artes marciales, squash, tenis.» (Dessal)

Padres e hijos están prisioneros del imperativo del éxito, tan prisioneros que no parecieran vivir, sino solo correr de un lado para otro para cumplir con las exigencias de la cultura. A esta vida tan competitiva se le suma lo que Dessal (2014) denomina una «crisis del saber». Es un drama que se observa fácilmente en la academia, en los colegios y universidades: los sujetos no quieren saber, no quieren aprender, solo quieren «vivir la vida loca»; leen mal, escriben mal, ¡y no les importa! Se conducen como si no tuvieran ningún deseo de saber. Pero, ¿acaso existe dicho deseo? «Lacan descubrió una cosa muy interesante: que no existe el deseo de saber» (Dessal).

Por lo general, el sentido común pareciera indicar que el ser humano es una criatura ávida de saber, pero Lacan indica que no, que no hay tal deseo de saber. «Que no exista el deseo de saber, no implica que no se quiera saber. Uno no busca el saber por deseo, lo hace por la satisfacción que puede aportar» (Dessal, 2014). Esta satisfacción que el sujeto encuentra en el saber, nos hace saber que el sujeto goza con él. «El saber no es objeto de un deseo, sino algo de lo que puede obtenerse un goce» (Dessal). No todo el mundo obtiene goce con el saber. El trastorno de atención con hiperactividad en los niños contemporáneos es «el síntoma de un mundo en el cual el saber ya no produce gran cosa en materia de goce» (Dessal). Para que un niño desee aprender, se necesita de la libido. Freud se dio cuenta de que «el aprendizaje está articulado a la libido, y que sin libido no se puede aprender nada. Eros es imprescindible para que alguien pueda saber algo» (Dessal). El problema de la sociedad contemporánea es que ella promueve el goce, ella empuja a gozar con todas sus demandas tan imperativas, es decir, que la sociedad no promueve el Eros, sino que promueve el Tánatos, la pulsión de muerte.